En el camino entre mi casa y el
colegio de mis hijas hay varias arquetas: de luz, de agua… Cualquiera sabe. No
tengo una política definida al respecto de las arquetas: a veces no reparo en
ellas y el hecho de que las pise o no es meramente azaroso; otras veces sí que
voy mirando al suelo y las veo, y entonces puede pasar que las evite o que las
pise a conciencia. Las arquetas tampoco tienen una política definida con
respecto a mí: a veces demuestran su solidez a mi paso y no emiten ningún
sonido; otras veces cimbrean y crujen bajo mis pies o golpean su reborde
inferior con un golpe seco: “¡Plonc!”. En esos casos, y dependiendo del tipo de
ruido que escuche, achaco la circunstancia a un posible incremento de mi peso
corporal (por ingesta excesiva de grasa y falta de ejercicio físico), o a la
mala práctica del operario que instaló la arqueta en la acera. ¡Esas cosas hay que
nivelarlas bien, persona de dios!
No es cuestión de risa, lo de las
arquetas. Sé que en alguna ocasión la tapa no ha dado más de sí, se ha partido
y ha lastimado al caminante; o que se ha destapado por algún motivo y luego no
se ha cubierto, y ha provocado algún accidente; o que algún desocupado con mala
idea la ha abierto o la ha roto sólo para joder. Por otro lado, la fabricación
de arquetas dará de comer a alguien, seguro. En muchas de las que hay por la
ciudad de Murcia se puede leer, junto a la clase de canalizaciones que
contienen, la inscripción de “Fundició Dúctil Benito”. Me gustaría ir algún día
a ese lugar y conocer al dúctil Benito, y ver cómo las hace. También dicen que “la
boca de la verdad” que Gregory Peck y Audrey Hepburn popularizaron en su
película Vacaciones en Roma, era en su origen una tapa de alcantarillado; y recuerdo
una noticia curiosa de un periódico local, en la que se contaba que un ciudadano
se había dado cuenta de la presencia de una tapa de arqueta de otra localidad
en plena ciudad de Murcia. ¿Cómo llegó aquí? Qué cosas.
Como decía al principio, hasta
hace unos días no tenía una política definida con respecto a ninguna arqueta,
tampoco con las que salen a nuestro encuentro camino del cole, pero el otro día
pasó algo: iba yo con mis hijas caminando tan tranquilo, y unos pasos más
adelante vi que había unos operarios trabajando, y que habían abierto una de
las arquetas, y que de ella asomaban dos o tres cables o mangueras. A medida
que nos acercábamos al hueco abierto en la acera, fui apartando prudentemente a
mis hijas hacia un lado, y al pasar junto a la arqueta cometí el involuntario
error de mirar. La visión me persigue desde entonces: cientos, quizá miles de
cucarachas de gran tamaño se arremolinaban confusas en las paredes de cemento
del agujero. No huían, no salían a la calle ni penetraban en la oscuridad
profunda, simplemente giraban sobre ellas mismas, agitaban las antenas, gesticulaban
con sus patas, se juntaban y se alejaban unas de otras. Uno asume que dentro de
las arquetas no hay ramos de flores ni cuadros barrocos, porque entonces
estarían abiertas todo el tiempo para que las admirásemos; uno supone que lo
que tapan no es bello aunque sea útil: cables y tuberías que hacen falta para
navegar por Internet, para canalizar nuestro pipí o para traernos el gas al
calentador. Lo que yo no podía esperar era ver ese enjambre horripilante de
cucarachas a plena luz del día y a primera hora de la mañana. Y justo en una
mañana preciosa, para decir más. Desde ese día tengo una política concreta para
una arqueta en concreto: la evito a toda costa.