martes, 17 de junio de 2014

La arqueta

En el camino entre mi casa y el colegio de mis hijas hay varias arquetas: de luz, de agua… Cualquiera sabe. No tengo una política definida al respecto de las arquetas: a veces no reparo en ellas y el hecho de que las pise o no es meramente azaroso; otras veces sí que voy mirando al suelo y las veo, y entonces puede pasar que las evite o que las pise a conciencia. Las arquetas tampoco tienen una política definida con respecto a mí: a veces demuestran su solidez a mi paso y no emiten ningún sonido; otras veces cimbrean y crujen bajo mis pies o golpean su reborde inferior con un golpe seco: “¡Plonc!”. En esos casos, y dependiendo del tipo de ruido que escuche, achaco la circunstancia a un posible incremento de mi peso corporal (por ingesta excesiva de grasa y falta de ejercicio físico), o a la mala práctica del operario que instaló la arqueta en la acera. ¡Esas cosas hay que nivelarlas bien, persona de dios!

No es cuestión de risa, lo de las arquetas. Sé que en alguna ocasión la tapa no ha dado más de sí, se ha partido y ha lastimado al caminante; o que se ha destapado por algún motivo y luego no se ha cubierto, y ha provocado algún accidente; o que algún desocupado con mala idea la ha abierto o la ha roto sólo para joder. Por otro lado, la fabricación de arquetas dará de comer a alguien, seguro. En muchas de las que hay por la ciudad de Murcia se puede leer, junto a la clase de canalizaciones que contienen, la inscripción de “Fundició Dúctil Benito”. Me gustaría ir algún día a ese lugar y conocer al dúctil Benito, y ver cómo las hace. También dicen que “la boca de la verdad” que Gregory Peck y Audrey Hepburn popularizaron en su película Vacaciones en Roma, era en su origen una tapa de alcantarillado; y recuerdo una noticia curiosa de un periódico local, en la que se contaba que un ciudadano se había dado cuenta de la presencia de una tapa de arqueta de otra localidad en plena ciudad de Murcia. ¿Cómo llegó aquí? Qué cosas.


Como decía al principio, hasta hace unos días no tenía una política definida con respecto a ninguna arqueta, tampoco con las que salen a nuestro encuentro camino del cole, pero el otro día pasó algo: iba yo con mis hijas caminando tan tranquilo, y unos pasos más adelante vi que había unos operarios trabajando, y que habían abierto una de las arquetas, y que de ella asomaban dos o tres cables o mangueras. A medida que nos acercábamos al hueco abierto en la acera, fui apartando prudentemente a mis hijas hacia un lado, y al pasar junto a la arqueta cometí el involuntario error de mirar. La visión me persigue desde entonces: cientos, quizá miles de cucarachas de gran tamaño se arremolinaban confusas en las paredes de cemento del agujero. No huían, no salían a la calle ni penetraban en la oscuridad profunda, simplemente giraban sobre ellas mismas, agitaban las antenas, gesticulaban con sus patas, se juntaban y se alejaban unas de otras. Uno asume que dentro de las arquetas no hay ramos de flores ni cuadros barrocos, porque entonces estarían abiertas todo el tiempo para que las admirásemos; uno supone que lo que tapan no es bello aunque sea útil: cables y tuberías que hacen falta para navegar por Internet, para canalizar nuestro pipí o para traernos el gas al calentador. Lo que yo no podía esperar era ver ese enjambre horripilante de cucarachas a plena luz del día y a primera hora de la mañana. Y justo en una mañana preciosa, para decir más. Desde ese día tengo una política concreta para una arqueta en concreto: la evito a toda costa.

lunes, 2 de junio de 2014

Queridos museos: ¡Hasta otra!

Me guste más o me guste menos, no creo que el refranero le haya hecho mal a la filosofía ni que los libros de autoayuda hayan menguado el respeto que le debemos a la psicología. Como en todo, hay de todo: hay refranes que reflejan tópicos o tradiciones absurdas y perniciosas, y frases y libros de autoayuda que son una castaña pilonga; hay miles de frases-chorra de Churchill y de otros personajes circulando por la red junto a fotos con los caretos de sus autores, y otras frases positivas, amorosas y optimistas junto a dibujos de Snoopy o Mafalda, rodeados de corazones y de globos de colores. Sin embargo, en todo ese maremagno a veces nos topamos con grandes verdades, muy sencillas y en muchas ocasiones bastante obvias que se nos suelen pasar por alto.

Este rollo lo digo porque voy a perder (o a dejar; los matices existen) mi empleo, y desde que me enteré (o lo decidí) he pensado, y he repetido, y he interiorizado muchas de esas frases e ideas: Que cuando una puerta se cierra, otra se abre; que no hay mal que por bien no venga; que la crisis es una oportunidad para mejorar… He recordado también aquel episodio de Friends en el que Joey y Chandler le dicen a Rachel que, si de verdad quiere cumplir su sueño y trabajar en el mundo de la moda, lo que debe hacer es dejar su trabajo de camarera y experimentar “el miedo”; le dicen que la comodidad de algo seguro te hace olvidar tu objetivo inicial, mientras que “el miedo” te obliga a lanzarte en su búsqueda. He pensado que la necesidad agudiza el ingenio, y por supuesto, que hay cosas peores que perder el empleo. En este mismo año 2014 se ha ido otro amigo, y por eso tengo muy presente que seguir vivo y disfrutar del cariño de tus seres queridos es lo más grande. No me digo todas estas cosas para convencerme. Me las digo porque son verdad y porque jode que a veces se olviden. Por prudencia, evitaré explicar aquí y ahora las causas que han provocado mi inminente situación laboral y la manera en la que se han desarrollado los acontecimientos. Ahora sólo diré que se acaba una etapa y que va a empezar otra “sin solución de continuidad”. Voy a seguir activo y reactivo y voy a emprender una aventura en solitario: Sawar Murcia, mi medio digital. Y voy cargado de ilusión.

Por último aprovecharé para dar las gracias a todos los compañeros que he tenido en estos más de diez años de trabajo en los museos de Murcia (he rulado por casi todos, ya fueran autonómicos o municipales): tanto los buenos compañeros como los no tan buenos me enseñaron cosas. Unos me enseñaron a ser mejor profesional, a explicar y a expresarme mejor, a conocer la historia y el arte de esta ciudad… En otros descubrí bondad, compañerismo… Con la mayoría de ellos me partí de risa, porque sin dejar de hacer el trabajo bien y de ser “serio” y formal, para mí es muy, muy importante tener sentido del humor y reírse en el trabajo (ese lugar donde pasamos la mayor parte del día). También doy las gracias a las dos empresas para las que he prestado mis servicios como guía de museos: a la extinta Alquibla, que me dio la oportunidad de empezar y que además lo hizo en un momento en el que necesitaba este trabajo como agua de mayo (trabajar en hoteles me estaba convirtiendo en un espectro de la noche); y a Aldaba, que me dio la oportunidad de continuar como guía en otro momento delicado, y que además me facilitó siempre que pudo la conciliación de la vida familiar y laboral. En estos años he intentado devolvérselo desempeñando mi trabajo lo mejor que pude. En cualquier caso, a todos (compañeros guías, y compañeros de seguridad, y compañeros de limpieza, y compañeros de cafetería… Todos fueron compañeros de museo), les digo: ¡Muchas gracias y buena suerte!


Postdata: ¿Quién me iba a decir que el rey Juan Carlos y un servidor dejaríamos nuestros trabajos el mismo día? Cosas de la vida.
Autorretrato en mi último día de curro.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Compromiso y política

Quizá “compromiso” sea la palabra más prostituida de los últimos tiempos. Tiempos oscuros. Los expertos en manipulación ya lo advirtieron cuando enunciaron aquello de que una mentira repetida mil veces se convierte en realidad, pero repetir la palabra “compromiso” un millón de veces no convierte al que la pronuncia en un ser comprometido. No, con la palabra compromiso no debería funcionar porque está ligada como ninguna otra a la demostración, a los actos, al ejemplo… Y sin embargo vemos que hay empresas que hacen de ella su santo y seña publicitario sin molestarse en disimular. Por ejemplo los bancos (¡Ay! Los bancos…) se han abonado a esto del “compromiso de cartel”. Y las compañías de telefonía, y tantas y tantas multinacionales…

También vemos que los miembros de algunos partidos políticos siempre tienen el compromiso en la boca, y no en la mente o en las manos. Siempre en la punta de sus lenguas, como el saltador se pone en el extremo del trampolín, el compromiso se lanza en cuanto puede sobre la gomaespuma de los micrófonos y luego rebota y cae al suelo, y allí lo pisa todo el mundo y queda olvidado. Mira que me he esforzado durante años en defender la dignidad de los políticos, sus buenas intenciones, su entrega a los ciudadanos en nombre de unos ideales limpios y puros... Mira que cada vez que ha salido el asunto en amigables tertulias, he tratado de separar a los ineptos de los eficaces y a los corruptos de los honestos, y cada vez me lo han puesto más difícil. No bajaré los brazos y aún hoy afirmaré que entre los políticos hay gente honesta, pero veo que el porcentaje es menor de lo que yo pensaba. Hay muchos que se recrean en una serie de convenciones y todo lo que dicen me resulta acartonado, artificioso; todo lo que proclaman me resulta publicitario y hueco.  Están mimetizados con la superestructura escenográfica del poder. “Compromiso”, repiten: con su país, con los ciudadanos, con sus ideas…


Pondré un ejemplo concreto que es el que me ha llevado a escribir estas letras: el de los políticos que ocupan un cargo electo y se marchan a mitad de legislatura porque les ofrecen un puesto “mejor” (lo que en una empresa se entendería por un ascenso, por una promoción): al alcalde que nombran ministro, como a Gallardón, o al presidente de una comunidad que nombran eurodiputado, como a Valcárcel. Ahora también se barrunta una “asunción” a los cielos de Susana Díaz hasta lo más alto del pedestal socialista, aunque está por ver si finalmente sucede y si la presidenta de la Junta de Andalucía acepta el ascenso. Es curioso: los políticos parecen agarrarse a la poltrona cuando salta un supuesto caso de corrupción que les afecta directa o indirectamente, o cuando la cagan descaradamente, o cuando ven que sus decisiones han fracasado, o cuando se aprecia que han perdido la confianza de los ciudadanos, y entonces el compromiso asoma de nuevo por la ranura y lo esgrimen como excusa para no dimitir. Dicen: “Me debo a la ciudadanía que me ha votado”, “debo cumplir mi mandato”, “es mi responsabilidad seguir hasta las próximas elecciones y que sea la gente la que decida”. Pero cuando les llaman desde arriba para ese nuevo y prestigioso puesto, pies para qué os quiero.

¿Qué pasa con los que votaron a Gallardón como alcalde de Madrid, o a Valcárcel como presidente de la Comunidad Autónoma de Murcia durante cuatro años? ¿Por qué han de tragarse a Ana Botella o a Alberto Garre, a los que no han votado? ¿Qué hay del compromiso con los ciudadanos? A Valcárcel se le ha llenado la boca de murcianía durante estos largos años, pero ahora va y deja tirados a sus votantes para irse a Bruselas. Todavía dirá que se va para defender los intereses de Murcia, pero es que para eso precisamente lo votaron, para que los defendiera desde San Esteban. ¿A nadie le indigna esa falta de compromiso? La palabra compromiso sin un acto que la demuestre no significa nada. Cualquier persona debe pensar lo que hace y hacer lo que dice; todos deberíamos ser coherentes con nuestras ideas y nuestras palabras, pero en el caso de un político esa obligación ha de venir grabada en el ADN y no sólo en la lengua.

domingo, 11 de mayo de 2014

El Algarrobico en la memoria

En este artículo no entraré en el mar profundo de la indignación; no trataré de expresar una vez más la rabia que me da sentirme estafado. No hablaré de la codicia de aquellos que, desprovistos de conciencia moral y colectiva, se han llenado los bolsillos especulando con el bien público. No hablaré de los que han arrasado y arrasan la tierra mientras nos hablan del progreso, de lo que venden como el necesario desarrollo económico; no voy a hablar de los que consiguen engañar a una parte de la ciudadanía mientras untan con mordidas y comisiones en B al gobernante de principios laxos. No voy a hablar de eso; solamente, que no es poco, voy a tratar de verbalizar las sensaciones que me provocó verme de frente (y de lado) con El Algarrobico. Este artículo no incluye fotos porque no harían justicia. Para saber si miento o exagero es indispensable haber estado allí.

Haré memoria, cerraré los ojos. Fue hace unos años, camino de Mojácar. Íbamos en coche por esa carretera que se agarra a la montaña, que se dobla y se estira, que se acerca al mar y luego se aleja entre laderas cuyos espacios se reparten los arbustos y los árboles. En ocasiones la carretera se incrustaba en el perfil de los montes oscuros, otras veces se montaba sobre ellos. A la izquierda, de cuando en cuando, el azul del mar atraía nuestra mirada. Una vez te habías acostumbrado al paisaje, ya te podías dedicar a disfrutarlo sin más. Las curvas y recurvas eran previsibles; todo estaba en orden y no se intuía ninguna sorpresa, ningún susto. Nos equivocamos. De pronto se nos apareció en lontananza un O.T.N.I, un Objeto Terrestre No Identificado: era una masa blanca y roja como de hormigón y ladrillo, un ogro gigante recostado en la montaña y casi mojándose los pies en el agua marina; varias grúas asomaban por su cuerpo, pero no con el ánimo de levantarlo de allí y mandarlo de vuelta a su casa del averno, sino con el de hacerlo más grande todavía; más alto, más insultante. Nos pusimos en alerta: estaba claro que aquello era un ser ajeno, un invitado no deseado en un entorno que no era el suyo; aquello no era natural. A medida que nos acercábamos, la mole descarada se fue haciendo más y más grande y percibimos que la carretera se alejaba, como asustada ante su presencia monstruosa. Así fue que bordeamos al gigante por la espalda y lo contemplamos en toda su crudeza por un costado, al tiempo que la carretera se dirigía de nuevo hacia el mar y retomaba su discurrir perezoso entre la montaña y la playa.

Reconozco que el corazón se nos aceleró y apenas atinamos a balbucear unos sonidos de espanto, de perplejidad y de lamento. Los que vivimos en la costa mediterránea estamos curados de espanto, y sin embargo, aquello nos espantó. Hemos visto cómo se lanzaban mostrencos sobre el espectacular entorno natural de La Manga del Mar Menor, por ejemplo, y cómo aquel pequeño pueblo pesquero llamado Benidorm se erizaba con rascacielos, y cómo una alfombra de urbanizaciones y chalets atraía a una turba de turistas y aumentaba la criminalidad en Torrevieja, antes entrañable y amanosa. Y ahora que las cartas están sobre la mesa, ahora que hemos visto a qué jugaban algunos gobernantes, algunas entidades financieras y algunos promotores y constructores, siguen pensando que nos pueden engañar. Aún nos hablan de cosas como Marina de Cope, o tratan de legalizar engendros como El Algarrobico. Nos dicen que ahí está el futuro y el pan, y no en la investigación, la innovación y el desarrollo, en los pequeños y medianos empresarios, en los emprendedores, en la industria, en la energía renovable… El Quijote no se lo habría pensado: habría hincado espuela en hueso para envestir a aquel monstruo. No le habría importado su endeble cuerpo o el renqueante trotar de Rocinante; no le habrían frenado las advertencias de Sancho por muy razonables y realistas que fueran. ¿Qué más da? Tampoco le importó envestir a los molinos y lo hizo. Y a David le dio igual que Goliat le sacara varias cabezas. Tenían una fuerza mayor, la de la razón. La que da el sentido común y el bien de todos. Hoy hacen falta más quijotes para derribar a tanto gigante, y luego se podrá perder la batalla, pero al menos nuestra conciencia quedará en paz.

miércoles, 30 de abril de 2014

Desarrollatrasados

Estamos desarrollatrasados. El "palabro" también se puede emplear con el verbo "ser". Me ha venido a la mente al reflexionar sobre ciertos progresos que en realidad creo que son atrasos, porque cuestan más de lo que valen. No es oro todo lo que reluce y no es desarrollo todo lo que se viste como tal.

Por ejemplo, aquellos que viven en el Sur y Sureste de España, mirad vuestras casas: Pasamos de tener que poner la calefacción a tener que poner el aire acondicionado en sólo unos días. ¿Esto ha sido así siempre? Nos hemos acostumbrado al aire acondicionado y a la calefacción y nos parecen un avance irrenunciable, pero el ser humano ha vivido y sobrevivido miles de años sin tales inventos. En un momento dado, seguramente esos inventos habrían sido bien recibidos por nuestros antepasados; en días especialmente fríos o brutalmente calurosos, quizá les habría encantado calentar o enfriar sus casas con sólo pulsar un botón. Sin embargo, al saber que después les iban a venir unos señores a final de mes para quitarles gran parte de sus reservas de comida como pago, tal vez ya no les gustaría tanto la cosa. Y por supuesto, aunque sus hogares tuvieran otros inconvenientes (pienso en la falta de agua corriente, del WC o hasta del bidé; eso si son avances), justo la falta de aire acondicionado no sería de los más acuciantes. A mi modo de ver, antes existía un sentido práctico en la edificación que estaba basado en la lógica, en el sentido común, en un concepto que aprendí mientras documentaba uno de los reportajes de Sawar Murcia, y que me llegó de la mano del profesor Campesino Fernández: el equilibrio forma-función. Un equilibrio sin excesos, y por tanto, bello en sí mismo, en su pura utilidad. Las casas estaban construidas con unos materiales adaptados a su entorno, de manera que fueran capaces de mantener una temperatura apropiada; de evitar lo malo y potenciar lo bueno del lugar en el que se levantaban. Esa es la imagen que tengo en mente, lo mismo me equivoco. Desde los años 60, en España lo hemos fiado todo a la construcción (a la especulación inmobiliaria, más bien); nos hemos fundido nuestra industria y nuestra agricultura porque a muchos les traía cuenta construir pisos en su bancal antes que enriñonarse cultivándolo: la diferencia de ganancia era abismal. Pero, ¿cómo hemos construido? Hasta eso hemos hecho mal siendo casi lo único que hemos hecho. Materiales inapropiados, sacados de contexto y puestos en lugares donde no se dan las condiciones climáticas más convenientes para su uso. Pésimo aislamiento térmico y acústico, nula sostenibilidad ambiental y energética. Ventanas y puertas de mierda.

Cuando alguien dice algo como lo que estoy diciendo, cuando se señala que hay avances que son absurdos, siempre llega otro que te acusa de ser poco menos que un amish, un miembro de esas comunidades de Filadelfia que se niegan a usar nada tecnológico o electrónico. No se trata de eso. Si alabamos la noria y el molino de agua o el de viento, que aprovechaban las fuerzas de la naturaleza para moler el cereal, o si hacemos un homenaje al humilde botijo que mantiene el agua fresca en su tripa de barro sin necesidad de conectarlo a la corriente, se nos tacha de hippies colgados. Yo no rechazo todo el progreso, sólo aquel que en realidad, y a mi modo de ver, es un atraso. Usaré un símil lingüístico: Fernando Lázaro Carreter solía decir, en su infatigable lucha contra la tontuna y el desconocimiento idiomático, que los extranjerismos y los neologismos no son malos en sí mismos, que sólo son malos cuando resultan innecesarios por existir ya una palabra española que designa a la cosa que tratamos de rebautizar (o que queremos vestir con una lengua extranjera para darnos el pego de políglotas). Pues esto es igual: si existen formas ancestrales y aún útiles de mantener el equilibrio entre forma y función en nuestras edificaciones, y si además esas formas se pueden aderezar con avances tecnológicos que mejoren la eficiciencia energética y la calidad de vida, y sin con ello nos ahorramos el uso del aire acondicionado y de la calefacción, ¿qué cojones hacemos construyendo como el culo y pagándole una pasta a las compañías eléctricas? En estos casos no me cabe otra explicación: Somos unos desarrollatrasados.

miércoles, 16 de abril de 2014

Sueños

Están los sueños que se persiguen y los que se sueñan, aunque a veces se mezclan. Uno de los sueños 'de soñar' que yo tenía cuando iba al instituto, es que me plantaba en clase en pijama y que encima se me olvidaba que tenía un examen. Era horrible. Y uno de los sueños que perseguía desde crío era el de llegar a ser periodista. Lo he dicho mil veces: el que perseguía ya lo he logrado porque tengo el título de Periodismo, pero sólo parcialmente; en mi sueño se incluía un trabajo en la redacción de un gran medio y en colaboración con otros periodistas con los que compartía indicios, bromas y sospechas. Alcanzar ese sueño así tal cual parece ya poco probable.

Anoche tuve un sueño en el que se mezclaron en extraña combinación mi meta profesional y una serie de vivencias alojadas en el subconsciente. Soñé que me encontraba en los estudios de laSexta en Pozuelo de Alarcón (los visité hace unos años), en una sala de juntas, y que un sonriente ejecutivo me ofrecía un contrato de trabajo. En el sueño me volvía loco de alegría, pero de pronto, el mentado ejecutivo cambiaba el semblante y añadía una condición a la oferta de empleo. “Ya está”, pensé; “no podía ser tan fácil”: Resulta que tenía que elegir uno de los programas de laSexta para que fuera eliminado de la parrilla. El que yo quisiera, sin más preguntas ni explicaciones. Tenía que elegirlo, lo eliminarían e inmediatamente ocuparía un puesto de trabajo, al tiempo que varias personas perdían el suyo.

En los últimos años me ha llegado alguna que otra propuesta más o menos seria de colaboración o de trabajo en el ámbito del periodismo. No muchas, pero alguna, y alguna de ellas me hacía bastante ilusión. Sin embargo, al final todas se jodieron por diversos motivos. Presa de esa actitud tan penosa del victimismo, he llegado a pensar que todo lo que toco en este ámbito se va a freír monas. Y quizá de ahí que la oferta de trabajo que me hacía en sueños laSexta no pudiera traerme la felicidad completa: allí estaba el ejecutivo, delante de mí, inquiriendo en mis gustos televisivos y exigiéndome que cortara la cabeza de unos cuantos trabajadores del canal si quería incorporarme a la tele y completar mi sueño profesional. Yo me negaba a decirlo pero tenía un programa en mente. Me negaba, pero tanto me lo pedía el ejecutivo que al final lo dije: “Jugones”. Nada más decirlo, me di la vuelta y me encontré a Josep Prederol y a otro compañero sentados en el extremo de la mesa, cuchicheando y mirándome. No estaban muy afectados, de hecho empezaron a reírse. Y justo en ese momento desperté.

Ese sueño me ha hecho levantarme un poco torcido, la verdad; con sentimiento de culpabilidad. Entonces he recordado que hace unos días estuve viendo Jugones durante un rato y que me pareció una puta mierda de programa, un espanto. No paraban de darle vueltas y vueltas a no sé qué pisotón de no sé quién a no sé quién en un partido de fútbol, y de poner declaraciones de unos y otros, y de generar minutos y minutos de consistente basura televisiva. Opiné en Twitter sobre lo horroroso de ese programa y ahí se me quedó grabado.


Mi sueño de infancia era ser periodista y compartir redacción con otros compañeros en un gran medio de comunicación, pero, ¿a qué precio? ¿Qué pasaría si se diera la circunstancia de que me ofrecieran un puesto de trabajo a cambio de mandar a otros periodistas al paro? Aunque se tratara de la mierda de Jugones, no podría hacerlo. No lo haría. Y desde luego, tampoco sé si querría trabajar para alguien tan sádico como para imponer esas condiciones a sus ofertas de empleo. Si el periodismo funcionara así en la vida real,  sin duda preferiría ir por libre.

miércoles, 9 de abril de 2014

Operación Bambos (zapatillas de deporte)

Como consumidor de ropa y calzado no resulto un objetivo rentable para las grandes marcas, pero tampoco puedo ir desnudo (la humanidad no se lo merece) ni descalzo (mis pies no se lo merecen). Cuando encuentro una prenda y unos zapatos que me gustan y que me son cómodos, uso ambas cosas, ropa y calzado, una y otra vez hasta que revientan y mueren. Por eso antes o después me veo en la obligación de pasar el duro trance de ir de compras, de buscar ropa y calzado cómodos que me duren por lo menos otros diez o quince años. Y cada vez es más difícil porque hoy las cosas no duran nada... Hasta los bambos tienen dentro el chip de la obsolescencia programada.

Dentro de mi Plan Personal de Reducción de Emisiones de CO2 (que coincide en muchos puntos con mi Plan Personal de Vida Saludable), hace unas semanas pensé que necesitaba unos bambos nuevos. Ya sabéis, así llamamos en Murcia a eso que fuera llaman "bambas", "tenis" o "zapatillas de deporte". Pensé que necesitaba unos bambos nuevos porque tengo la costumbre de ir al trabajo en bici o andando, y aunque dos kilómetros y medio no es una distancia demasiado larga, quiero andar cómodo y no lastimarme los pies. Por eso puse en marcha otro de mis planes, el Plan Personal de Consumidor Responsable (que a su vez se enmarca dentro de mi Plan Personal de Ciudadano Disidente) y empecé a buscar un calzado hecho en España. Pronto comprobé que la misión no era fácil: miré en alguna tienda, me probé un par de bambos... Y a la pregunta final de "¿Dónde están fabricados?", una de las veces me respondieron "en Bangladesh" y la otra "en Taiwán". Como tampoco tenía prisa, y consciente de que en pocos días debía acercarme a Elche para recoger mi título de Periodismo y para locutar en el programa de Radio UMH en el que colaboro, decidí esperar. Si hay un calzado hecho en España, me dije, seguro que se vende en Elche.

El día señalado me acerqué a un Parque Empresarial de la ciudad ilicitana y entré en la tienda-almacén ("outlet", lo llaman) de una conocida marca española de calzado deportivo. Dí por hecho que todo lo que había allí era hecho aquí. Me equivoqué. Después de probarme unos bambos bonicos y cómodos, cuando ya tenía la tarjeta de crédito en la mano, pregunté a la dependienta el lugar de fabricación y, con una mueca, me respondió: "En China". "¡¿Cómo es posible?!", le dije, y ella se encogió de hombros: "Después de dos ERE, han echado a todo el mundo y han cerrado la fábrica". "¿Y cómo es que siguen fabricando calzado en China?". "Pues para pagar las deudas, porque les sale más barato que fabricarlo aquí". Lo confieso: pagué los bambos y me los quedé, no sin antes lastimar nuestra suerte y maldecir a la pena negra. Compartí mi indignación pero me llevé los putos bambos y me los pongo para andar.

En muchas ocasiones, el más activo contra el sistema y el que más lucha contra la injusticia es el que menos lo parece. A veces el mayor de los ecologistas (para mí, ecología = justicia social) es el ciudadano humilde que se preocupa en reciclar sus residuos; en caminar y usar el transporte público; en saber qué cojones hace el banco con sus ahorros y dónde los invierte (aunque no le regalen una vajilla por ello); en comprar con responsabilidad y no dar su dinero a las empresas que explotan a las personas y al medio ambiente, o a las que defraudan a la Hacienda Pública con triquiñuelas legales y así se evitan contribuir al mantenimiento de la Sanidad o de la Educación de todos. A veces el mayor de los activistas contra las injusticias del sistema es el que se esfuerza a diario en transmitir a sus hijos que existen formas pequeñas (pero muy efectivas) de practicar la disidencia. Iniciar la revolución y cambiar las cosas ya no es tan "sencillo" como ir y quemar la Bastilla; tampoco se logrará tirando piedras y quemando contenedores. Aquí vuelvo a repetir dos frases de José Esquinas que me marcaron:

-"Hagamos de nuestro carrito de la compra un carro de combate".
-y "si crees que no puedes hacer nada porque eres muy pequeño, es porque nunca has intentado dormir con un mosquito en tu habitación".

Sabemos que estamos inmersos en una gran estafa, pero no somos del todo conscientes de nuestro papel esencial como colaboradores necesarios. Tenemos más poder del que nos imaginamos. Nos hablan de cifras macroeconómicas, de recuperación, de creación de empleo... Pero lo cierto es que, tal y como está montado, este sistema capitalista globalizado ha terminado por plegar a los gobiernos democráticos occidentales y por seducir a los regímenes dictatoriales de otras latitudes. Todos ellos se han rendido al poder del dinero y por él venden hasta a sus santas madres, y sinceramente, no tengo ninguna esperanza en que los "líderes" políticos sean capaces de frenar la injusticia. Por eso me dan igual los datos de los que hablan: nada ha cambiado y nada cambiará si nosotros no nos ponemos manos a la obra.

Yo quiero ser coherente, y si no me gusta este mundo injusto, está bien que predique de palabra y que vaya a manifestaciones y tal, pero sobre todo debo predicar con la práctica diaria, con el ejemplo. No puedo andar por ahí juzgando y condenando al personal, estar todo el día quejándome en plan lastimero, y luego contribuir alegremente al mantenimiento de la injusticia y la desigualdad del sistema comprándome unos putos bambos hechos en China. Y encima bajo una marca que crearon y mantuvieron con su esfuerzo muchos trabajadores españoles que ahora están en la calle. La culpa no es de los chinos que trabajan a destajo por cuatro míseras perras, ni de los pobres de Bangladesh que murieron hace unos meses mientras tejían para muchas firmas internacionales, incluida alguna española. La culpa es de este sistema que va quemando la hierba allá por donde pasa. El puto sistema me ganó una batalla, me compré los bambos, pero la guerra no ha terminado.


martes, 25 de febrero de 2014

Operación Palace

Tuve la suerte de que se me agotara la batería del móvil unos minutos antes del inicio de Operación Palace, el falso documental de El Terrat sobre el golpe de Estado del 23F. Fue una suerte porque ya estoy cogiendo la mala costumbre de ver muchos programas con un ojo en Twitter, y no sólo me pierdo detalles sino que también me expongo al ruido tuitero. Así, con el móvil descansando, mi mujer y yo nos tapamos con una manta en el sofá y asistimos boquiabiertos a la sucesión de imágenes, informaciones y testimonios que se fueron desplegando ante nosotros con estudiada (y demasiado perfecta) sencillez. No tardamos en compartir resoplidos, espasmos y risas. Creo que empecé a decir “no puede ser” a los cinco minutos, y tuve que descojonarme cuando me imaginé esa mesa de altos cargos debatiendo sobre directores de cine, nada menos que justo después de decidir que España caminara sobre el alambre espinoso de un falso golpe de Estado. Y no, no me voy a poner espléndido diciendo ahora que no me lo creí, pero sí afirmo que me costó creerlo, que hice un esfuerzo por ponerme serio y tragármelo, y que si lo hice fue sobre todo por Iñaki Gabilondo, Federico Mayor Zaragoza y Jordi Évole. Me reí a pesar del dramatismo y la angustia de aquel 23 de febrero que dejó en mi nebulosa memoria de niño una sensación de excepcionalidad e incertidumbre. Y más me reí cuando al final del documental se descubrió que todo lo relatado en Operación Palace era otra teoría y que la verdad seguía oculta. Exclamé “¡Qué hijos de puta!” con una sonrisa en los labios, y luego me encantó ver a los invitados riendo y bromeando sobre el documental. Reconozco que disfruté.

Sabedor de que Twitter debía ser un hervidero, conecté mi móvil y me vi sorprendido por las iracundas opiniones de muchos periodistas y telespectadores. En mitad de todo ese ruido también pude leer críticas razonadas y comprensibles, pero básicamente, con el paso de las horas se fueron creando dos grandes frentes: los proévole y los antiévole; por un lado, los calificativos de “genio” y “crack”, y por otro los de “payaso” y “niñato”. No creo que Évole se sienta representado por los dos primeros, y afirmo que los dos últimos están mucho más lejos todavía de la realidad. He leído varios artículos y muchos tuits sobre Operación Palace y en algunos de ellos intuyo mucha víscera y poca reflexión, además de un fondo de manía personal hacia el presentador de Salvados. En otros en cambio puedo entender lo que se dice: que aquel momento histórico fue muy delicado y que no se debe frivolizar, que confiaban en Évole, que les había manipulado... Las críticas (y a veces los insultos) también han salpicado a los invitados del falso documental, a los que entre otras cosas se les pone como muestra de lo bien que mienten los políticos y los periodistas en nuestra España. ¿Tan difícil es interpretar leyendo un guión? ¿Piensan que fueron ellos mismos los que tramaron la historia y eligieron las palabras? La indemnización en diferido sí que merece el Óscar.

Mi opinión sería distinta si al final del documental no se hubiera dicho la verdad. Para mí es tan sencillo como eso. Los indignados, ¿Nunca han mentido? Y si lo han hecho, ¿alguna vez lo han admitido un segundo después? Muchos profesionales de la comunicación han puesto el grito en el cielo, pero, ¿Admiten las noticias-chorra que nos cuelan el día 28 de diciembre? Porque seguro que habrá alguien que se las haya creído… ¿Y qué me dicen de los periodistas que hacen publicidad de bancos y coches? ¿Y de ese híbrido infumable que son los carruseles deportivos? ¿Y qué me dicen de los que escriben editoriales, columnas de opinión y hasta noticias al dictado de intereses políticos y empresariales, y encima cobrando por ello? Todos esos personajes no añaden un asterisco al final de sus consejos publicitarios o de sus artículos laudatorios advirtiendo del engaño y justificándose en la necesidad de ganarse el pan. A esos muchas veces se les aplaude y se les jalea porque dicen la mentira que queremos oír, la que se amolda a nuestro modo de ver las cosas y a nuestra ideología. En El estilo del periodista, uno de los libros de cabecera de todo periodista en formación, Álex Grijelmo expone la necesidad de diferenciar los géneros del periodismo como parte del compromiso entre el informador y el ciudadano: en la prensa escrita, en teoría, está más clara la diferencia y con ello el lector está prevenido antes de leer un texto. La mentira y la manipulación no son un género periodístico pero los sobrevuelan todos, y en cualquiera se nos pueden colar. ¿Qué pasa con la tele? ¿Y qué pasa con Salvados? Voy a obviar de momento que Operación Palace estaba desligado de Salvados, pero aunque se hubiera presentado como tal, ¿Es que nuestra predisposición es la de creernos todo lo que nos dicen? En Salvados se unen interpretación, opinión e información, como suele ser habitual en el rico género del reportaje. No es un informativo puro y duro y no está para creérnoslo a pies juntillas, pero tampoco los informativos están para que nos los traguemos sin rechistar. La sutileza de la mentira y de la manipulación se asoman a diario a las televisiones, los periódicos y las radios sin que se forme tanto revuelo.

He leído a algunos que dicen que Évole y su gente han liado este espectáculo para ganar audiencia, pero, ¿no está admitido que en televisión existe esa dictadura de las cifras y del “share”? Además, ¿no es cierto que los de Salvados ya cuentan con el favor de los telespectadores, y que no necesitan llamar la atención con este golpe de efecto? Junto al hecho de que al final de Operación Palace ellos mismos descubrieran el pastel, hay un par de detalles que demuestran el tacto de El Terrat en todo este asunto: por un lado, en las ‘promos’ del programa daban pistas de que lo que estaba por venir no tenía por qué ser palabra de Dios; por otro, como he dicho antes, este proyecto se desligó premeditadamente de la marca Salvados, de ese sello ya lustroso que imprime seriedad y rigor en los reportajes; se dijo que era “una historia de Jordi Évole”, sin más. Sin embargo, se emitió en el mismo día y la misma franja horaria de Salvados, y ahí quizá sí que hubo error. Yo lo hubiera programado para el sábado, por ejemplo, aunque el 23-F cayera precisamente en domingo.

Y al final de todo esto, ¿No volveré a creer en Jordi Évole, en Iñaki Gabilondo o en Federico Mayor Zaragoza? Pues sí que creeré en ellos pero no creeré demasiado en otros medios de comunicación, y seguiré sometiendo a mi limitado juicio todo lo que me entre por los sentidos lo diga quien lo diga. Así lo he hecho siempre. Para que se vea que no soy un fanático defensor de Salvados, recuerdo que mi juicio crítico me hizo protestar cuando Jordi Évole vino a Murcia a hablar del Aeropuerto de Corvera y no entrevistó a ningún periodista murciano, sino a uno que se trajo de fuera. También protesto cuando veo que pasan los meses y no hace un reportaje sobre la situación de Lorca después de los terremotos, asunto lamentable que debería tenernos en pie de guerra a todos y que merecería más atención de los medios nacionales; y protesté cuando Salvados desperdició un domingo sentando a la mesa a Artur Mas y a Felipe González, porque entendí que eso no era Salvados, que Salvados debe estar del lado de los ciudadanos y vigilando al poder político y económico. Entonces leí tuits exageradamente laudatorios hacia Évole, al que entronaban como maestro del periodismo por el simple hecho de haber moderado a esos dos personajes, pero reconozco que, siendo molestas las adulaciones exageradas, me molesta más leer que le llamen payaso. Jordi Évole no es ni una cosa ni la otra, es sólo un periodista al que le intuyo honestidad y valentía, que trata de hacer su trabajo bien y que se equivoca como todos. Para muchos quizá con Operación Palace se equivocó, quizá no hizo “periodismo” (¿Qué es periodismo?) sino entretenimiento (¿Qué es entretenimiento?) pero desde luego no se merece la hoguera de los académicos.

martes, 28 de enero de 2014

Cuatro-chincue-chéi (Música para llevar)

Sucedió hace unos años, muy de mañana, durante una de esas farragosas gestiones que te recuerdan que tu rutina diaria no es tan mala; que puede empeorar con las colas y los trámites burocráticos. Me encontraba yo en séptimo u octavo lugar de una fila esperando a que abriera la oficina de los DNI’s. En poco más de dos minutos ya tenía otras ocho o diez personas detrás, y allí, en uno de los últimos lugares donde te gustaría estar, dormitando en silencio, muy probablemente sin peinar y con un simple café en el estómago, vino a mi mente una melodía: “Chero tré, chero tré, cuatro chincue chei… Na-na-narana-na-na-ná…”.

 

Es lo que tiene la mente, que no tiene puertas, y la encargada de vigilar el acceso, la consciencia, a veces se relaja. Y es lo que tienen también las melodías pegadizas, que basta que las hayas oído de pasada y sin darte cuenta para que se agarren a la masa gris y la asalten cuando menos te lo esperas. De pronto la consciencia retornó a la cola de los DNI’s, la música se detuvo y recuperé el (triste) sentido de la realidad: miré alrededor y vi caras de sueño, de aburrimiento, de desesperación. Entonces me imaginé que alguien tuviera el poder de escuchar los pensamientos de la gente, como en el inicio de aquel capítulo de Friends, y fui haciendo un barrido mental por la fila. Me imaginé voces diversas verbalizando pensamientos que casaran con sus rostros, del tipo “Dios qué sueño tengo”, “No sé si he apagado el calentador cuando he salido de casa”, “cuando acabe con esta mierda tengo que pasar por el Mercadona”… Y al llegar a mi cabeza, sonaría con fuerza la voz de la Carrá y su “Chero tré, chero tré, cuatro chincuechéi… Na-na-narana-na-na-ná…”. Empecé a descojonarme yo solo, y de ese modo saqué de su ensimismamiento a varios compañeros de viaje. ¿Cómo se descojona este tío a las 8 de la mañana en la fila para renovar el DNI?

Me gusta la música y creo que si hubiera empleado tiempo e interés, quizá hubiera aprendido a tocar algún instrumento (algo sencillico, nada de violines ni pianos). Siempre tengo una canción en la cabeza, siempre voy silbando o cantando algo (debo ser bastante molesto, lo sé), y siempre abro el oído ante la música de las cosas, y ante las melodías que me recuerdan a otras melodías, y ante las situaciones que me evocan ciertas melodías. Pondré algunos ejemplos de todo ello, en plan popurrí:

-Hace tiempo tuve una impresora que cuando se preparaba para imprimir, emitía un sonido que era clavado a aquella otra canción de Rafaella Carrá (de nuevo la Carrá, qué grande), la de “Para hacer bien el amor hay que venir al Sur”. De hecho, el sonido de pre-impresión era justo el de las notas de esa frase, una por una, y al llegar “al Sur” se ponía a imprimir. Y claro, cada vez que yo tenía que imprimir algo, ya se me quedaba la canción en la mente todo el día.


-Hace tres años, estando en París, cogimos el RER para ir a Eurodisney. Y resulta que las puertas de ese metro-tren, al cerrarse, emiten un aviso sonoro con cuatro notas de la canción “Tu m’as promis” (creo que la canción se llama realmente “Tu es foutu”). Es una canción francesa, así que cuadra en un metro parisino, y el pitido tiene la misma sonoridad del organillo o acordeón con el que suena en el “Tu m’as promis”: en concreto son esas cuatro notas que se oyen justo antes del estribillo, en tono descendente. Y claro, cada vez que se cerraban las puertas del RER, allá que me ponía yo a cantar el estribillo ante la mirada incrédula de mi mujer, mis hijas y algún francés próximo.


 -La melodía de los clásicos despertadores Casio se corresponde con las cuatro notas del estribillo de “Staying alive”, de los Bee Gees. Tiene sentido, porque el despertador quiere mantenernos con vida devolviéndonos a la vida consciente de los despiertos. Se trata sólo de esas dos palabras y sus cuatro notas, “Staying alive”, que los Bee Gees dicen dos veces cada vez en su estribillo, pero que el despertador repite una y otra vez en un bucle sin fin. Y claro, a veces, cuando suena mi despertador, allá que me levanto yo cantando la cancioncica…


-Aunque por las mañanas se me va pronto el “Staying alive”, porque tengo otra canción para despertar al resto de la familia: “Morning’s here, the morning’s here, sunshine is here, the sky is clear…” (Procede de un capítulo de Friends).

 

-No sé si recordáis la musiquilla que sonaba hace años cuando apagabas Windows, esas cuatro notas… Defiendo la idea de que se trata de un plagio, casual o no, de un fragmento de “Under pressure”, la famosa canción de Queen y David Bowie. Se trata de ese tonillo que suena con piano justo antes de los chasquidos de dedos, al final del tema musical. Y claro, cada vez que apagaba Windows y me había dejado el altavoz con volumen, oía la cancioncica y me ponía a cantar “Under pressure… Under presure…” Ná-na-na-ná… Enorme canción.



-Al poco tiempo de que el cantante argentino Coti popularizara en España su “Nada fue un error”, me di cuenta de que cada vez que la escuchaba, en un determinado punto, me venía a la mente la sintonía de los dibujos de David el Gnomo. Y sí, yo creo que hay una parte que se parece bastante y que ejerce de conexión entre esas dos canciones. El Gnomo que era buena gente pero un poco flipado (decía que es siete veces más fuerte que tú, y no te conoce de nada), resulta que tampoco cometía errores.

 
 

-Trabajé en el Museo Arqueológico durante unos años. Cuando hacía rondas por las salas para vigilar, cada vez que pasaba por la recreación de una cueva con pinturas rupestres, en un momento concreto del tétrico sonido ambiental que amenizaba dicha sala, me venía a la mente la canción de Rod Steward “Do you think I’m sexy”. Esto parece cogido con pinzas, lo sé, pero es que el sonido pisaba el mismo camino que la musiquilla que se repite en la canción, y que casi hace de estribillo instrumental. Y claro, cada vez que salía de esa sala, lo hacía tarareando a Steward.


-Cada vez que acabo la jornada laboral y conecto la alarma de mi trabajo, mientras comienzan a sonar esos pitidos estresantes que te avisan de que tienes que perder el culo ya mismo antes de que la alarma explote, Rafaella Carrá vuelva a asaltarme la mente con su “Explota explota m’expló, explota explota mi corazón…”. No lo puedo evitar. La canto a pulmón vivo.


-En situaciones positivamente emotivas y sentimentales, como dar un regalo a alguien por su cumple, o darle un abrazo o dos besos, o dar las gracias por algo, me viene a la mente y a la boca la parte central de la sintonía de “Love Story”:



 -En momentos en los que alguien está enfadado o da muchas órdenes, me viene a la mente la melodía militar de corneta tan famosa, que suena cuando hay que marchar rápido y hacer muchas cosas… En plan recluta patoso. No recuerdo el título y no la puedo compartir. Pero me gusta tararearla para rebajar mi propio nivel de tensión.

-En momentos solemnes, me viene a la mente y a la boca la canción de “Pompa y circunstancia”:

 

-En momentos de suspense o de enfrentamiento, me viene a la mente una canción que creo que no está escrita y por eso no puedo compartir, pero que podría asemejarse a la de Tiburón mezclada con Drácula. Y si me apetece, la versiono en plan oriental, lo que yo llamo “terror japonés”.

-Cuando tenemos que salir de casa todos a la vez, mi mujer, mis hijas y yo, y hay que cargar bolsas, y trastos, y juguetes, y poner abrigos y zapatos y demás, me viene a la mente y a la boca la famosa canción del circo, esa de los malabaristas. Y la canto. Creo que es un tema clásico pero no recuerdo el nombre ni el autor. Imagino que lo sabréis.

-Hay otras canciones que me asaltan de vez en cuando... Por ejemplo, a veces, a la hora de comer, me viene el "Cocinero, cocinero, enciende bien la candeeeelaaa...", creo que es de Manolo Escobar. También suelo tararear "Bailemos el bimbó" de Georgie Dann, canción con connotaciones homosexuales, creo, aunque no sé la razón... Me parece que es porque sale en una película, no recuerdo cuál, en un momento en el que se ve un bar de ambiente gay y están allí todos bailando. Luego, también suelo silbar una versión muy personal del himno de España, recreado con el ritmo y tempo de la canción de Barrio Sésamo, en plan pachanguero y lúdico-festivo. Me encanta mi versión del himno, creo que de grabarse con instrumentos y tal, uniría mucho a la nación española y reflejaría con bastante fidelidad eso que llaman "Marca España". Y a veces también silbo el himno de Riego o las canciones de los dibujos animados como Doraemon o Bob Esponja...

Ya veis qué musical puede ser la vida… A veces, quizá demasiado, jejeje…

jueves, 23 de enero de 2014

Un pedacico de Roma

Llevo ya bastante tiempo sin hacer visitas guiadas por el centro de Murcia y lo echo un poco de menos, la verdad. En especial me gusta explicar la plaza Belluga, pero casi más que explicarla, lo que me gusta es atravesarla de parte a parte y reflexionar sobre ella.


Cada vez que camino por alguna de las callejuelas que confluyen en la plaza del Cardenal Belluga, me preparo mentalmente y me imagino que nunca he estado allí: procuro mirarla siempre con ojos nuevos y respirarla como si fuera la primera vez. Esa es una de las cosas que suelo decirle a los grupos de turistas, a los que a veces recojo en la misma plaza. Los aparto, me los llevo por la calle del Arenal y les hablo: "Imagínense que estamos en el siglo XVIII y que jamás han visitado Murcia; que jamás han visto esta plaza de la que acabamos de salir, ni la fachada principal de la Catedral ni el Palacio Episcopal, a los que seguro que ya les han echado alguna foto mientras esperaban". Entonces les explico que vamos a entrar en una plaza barroca, y que el barroco es lo que tiene: el barroco es sorpresa, es teatralidad. Les digo que en las plazas barrocas existe el concepto de dentro-fuera: que no se domina el espacio hasta que te metes y mueves tu cabeza en todas direcciones; les explico que, en el caso ideal, a una plaza barroca no se llega por una avenida recta desde la cual se pueda anticipar lo que te vas a encontrar después. Por ejemplo, Mussolini le jodió a Bernini su invento para la plaza barroca de San Pedro del Vaticano con la apertura de la Vía della Conciliazione (los dictadores y su puñetera manía de hacer avenidas rectas para desfilar), pero lo normal es que, si se ha respetado su esencia, la plaza barroca te pille siempre por sorpresa.

Volviendo a Murcia y enlazando con lo anterior, otra cosa que me gusta decirles a los turistas, y que no he leído sino que he concluido yo mismo después de algunas reflexiones, es que a la plaza Belluga le ayuda mucho el lugar en el que se diseñó. Hablamos del corazón de una ciudad medieval árabe, de una población nacida de la nada sobre un espacio bastante llano; hablamos pues de un urbanismo barroco, pero no del siglo XVII o XVIII sino del siglo IX. ¿Acaso no son las calles medievales de Murcia, tortuosas y zigzagueantes, un espacio de incertidumbre y de sorpresas? El sentido con el que la ciudad fue pensada en época medieval está muy alejado del efectismo sensual propio del estilo barroco, pero para el caso, no importa. Las calles árabes crean muchas esquinas (muchos 'picoesquinas', podríamos decir), muchas curvas y recurvas, y sin proponérselo, contribuyen a intensificar la premeditada idea de teatralidad barroca que alcanza su clímax en la plaza de Belluga: aquí no hay Vías de la Conciliazione ni Gran Vías, no hay calles rectas y anchas que aborden de lleno la plaza, sino que se llega a ella a través de calles estrechas y cortas que convergen en las esquinas. No se puede ver toda la plaza, y tampoco se pueden ver las fachadas que se reúnen en torno ella, hasta que se accede completamente. 



Vamos caminando despacio, acercándonos poco a poco, doblamos una esquina y de pronto... ¡Pam! Ahí está la plaza: ante nosotros se plantan el gran imafronte de la catedral, la mole de piedra del campanario (que aunque está al otro lado del templo, aparece visualmente incorporado a su fachada y al paisaje de la plaza), la gracia del Palacio Episcopal con sus muros pintados y su balcón central, la fila de naranjos al otro lado, una serie de edificios discretos y supervivientes, y sí, hasta el Moneo (construcción a la que algunos aún le niegan el saludo pero que a mí me gusta). Si nos fijamos, vemos que la plaza no es cuadrada ni rectangular; es un trapecio con sus líneas abiertas hacia la fachada de la Catedral, que ejerce de telón de fondo y foco de atracción. Este tipo de plaza ya fue empleado por Miguel Ángel en el Campidoglio de Roma, y tiene como fin procurar una visión más cómoda del edificio más importante, una perspectiva que evite la sensación de que el edificio protagonista queda aprisionado por las fachadas laterales.



La fachada principal de la catedral, retablo barroco en piedra y decorado en el que se plasman algunas de las andanzas de nuestro reino, se lee mejor de frente, pero se siente mejor de lado. Es decir, que para desentrañar su mensaje, la visión frontal es la idónea, pero para apreciar su lenguaje, lo ideal es admirarla de costado: desde ahí vemos cómo se adelanta y cómo retrocede, cómo invade el espacio urbano y se deja invadir por él mediante las líneas curvas y convexas. Sus columnas gigantes sobresalen como si fueran grandes esculturas. La piedra se mueve aunque esté quieta, y podemos detenernos en sus múltiples detalles, en sus frutos, guirnaldas e instrumentos musicales tallados en relieves de factura exquisita. Conocerlos todos es como saberse de memoria la guía de teléfonos. Yo aún no lo he conseguido.

La plaza de Belluga es también su cielo y su suelo, y no sé si me atrae más cuando el azul puro y la luz intensa de Murcia bañan las piedras a mediodía, o cuando, en días de lluvia, cae el gris plomizo y la Catedral se refleja en los charcos, o cuando se hace de noche y se encienden las luces. Pero sea la hora que sea, llueva o haga sol, me encanta abrir bien los ojos, el olfato y el oído. Y me encanta pasar junto a la Escuela Superior de Arte Dramático y Danza, y escuchar un piano, una guitarra española o el taconear rítmico y apasionado de decenas de pies contra un suelo de madera mientras admiro ese espacio urbano. En esos instantes se respira un ambiente de cultura, de paz y de sosiego muy esperanzador, pero como estamos en Murcia, hasta en la Plaza de Belluga hay descuidos, patadas en la entrepierna del más elemental sentido estético y del respeto al patrimonio. Algunas chapas metálicas con los nombres de las calles, o el manojo de cables y las pintadas que adornan la Escuela de Arte Dramático. Y en cuanto a la reforma que hizo del lugar el arquitecto Rafael Moneo a finales de los 90, me pareció acertado que se trasladaran los naranjos que había frente al Palacio Episcopal, la eliminación de los parterres y resaltar los ejes principales de la plaza con las líneas blancas del pavimento, pero no estoy seguro de si fue buena idea el cambio de ubicación de la fuente, cuyo espacio fue ocupado por un sumidero.



Una de las cosas que les digo a los turistas, y que además, la digo con conocimiento de causa, como historiador del arte y como un enamorado de Roma, es que la plaza del Cardenal Belluga, con todos sus edificios y en especial con la fachada de la Catedral de Murcia, podría estar perfectamente en la Ciudad Eterna y no desentonaría. Y más: sería mundialmente conocida, y estaría plasmada en millones de estampas, postales y fotografías como lo están otros rincones de la maravillosa Roma. Puestos a pedir, pediría una guinda que me imagino muchas veces cuando estoy en la Plaza Belluga: que hubiera una fuente en el centro de la plaza, pero no la que había antes sino una de Bernini. Por ejemplo, imagináos que tuviéramos en el centro de nuestra plaza la Barcaza de Pietro Bernini, una de mis fuentes romanas favoritas, esa que está a los pies de la escalinata de la Piazza d'Espagna. O la fuente del Tritón de su hijo Lorenzo Bernini... Me conformaría con una réplica, o con una fuente distinta y más normalica.

Para acabar, una última reflexión: además del barroco genial de la Plaza Belluga, hay otra cosa que me sorprende, y es que esa plaza esté en Murcia. Me sorprende que se llevara a cabo en nuestra ciudad un proyecto como el de la fachada principal de la Catedral, que, aunque reducido con respecto a los planes iniciales, no tiene nada que envidiar al mejor barroco francés o italiano. Me sorprende también que se hiciera el Palacio Episcopal, y sobre todo, que ese espacio y sus edificios hayan sobrevivido a la especulación, una práctica tan acostumbrada a vestirse en Murcia con el manto legitimador del progreso, la modernidad y el bienestar común, y tan proclive a justificarse con desdén en el poco valor material y moral de nuestras cosas. En Murcia nos hemos tragado esos argumentos muchas veces a lo largo de la historia, y hemos visto caer a golpe de pico y barreno muchos monumentos que ya no volverán. Por todo ello, me encanta caminar por la Plaza Belluga y admirarla con ojos siempre nuevos, y agradecer nuestra suerte porque al menos seguimos teniéndola.

jueves, 9 de enero de 2014

Publiacidez

El término ‘publiacidez’ lo inventaron los de Martes y Trece para uno de sus gags. Y cierto banco que hoy publicita sus planes de pensiones de ese modo, te diría que si conoces esa palabra, debes ir pensando en suscribir un fantástico plan de jubilación. La publicidad te dice que tienes que asegurar el futuro, como si eso fuera posible. La publicidad te pone a un viejo diciendo que busques un plan de pensiones sin comisiones, y luego te dice que escuches a los sabios. Como si ellos fueran sabios. La publicidad te mata las neuronas que te quedan, directamente.

La publicidad me da acidez, no sé si se ha notado en el primer párrafo. Recuerdo indignarme muchas veces y desde hace muchos años con ciertos anuncios. Por citar un par de ejemplos antiguos, estuvo aquel anuncio del gel Sanex en el que una embarazada, con una esponja jabonosa, se lavaba su oronda panza haciendo suaves círculos una y otra vez, una y otra vez, mientras una dulce ‘voz en off’ femenina cantaba las virtudes que habría de tener el incipiente bebé: “Será alto, será rubio, tendrá los ojos azules… Y la piel, sana”. Le faltó añadir que su nene invadiría Polonia y aniquilaría a todos los bajitos, los morenos y los aquejados de algún problema dermatológico, seres claramente inferiores al ario superbebé-Sanex. Hubo protestas y el anunciante retiró el anuncio, pero ahí quedó esa perla del publicista. Gallifante. ¿Conoces la palabra Gallifante? Retrocede al primer párrafo de esta entrada y suscribe un plan de pensiones.

El otro ejemplo antiguo que me viene a la mente es el de aquella campaña de Fortuna (la tabaquera, no el pueblo), en el que incitaba a comprar sus cigarrillos apelando a la conciencia social, pues el 0’7 de cada venta se destinaba a financiar el trabajo de diversas ONG’s (creo que sin especificar cuáles, a saber si era verdad). En los carteles que adornaban las vallas y las paradas del bus, se completaba el mensaje con una gran imagen de un chaval o chavala de buen ver, en plano medio y creo recordar que en blanco y negro (por aquello del dramatismo), con cara y gesto de joven comprometido. ¿Nos implicamos porque fumamos? ¿Fumamos porque nos implicamos? Y más: ¿Estamos muy buenos porque fumamos y nos implicamos? Pero, ¿de qué iba esa mierda? He puesto dos ejemplos antiguos, pero desde aquellos años hasta hoy, la lista de basura publicitaria no ha hecho más que crecer. Es interminable. Una clasificación muy personal de publicidad perniciosa puede ser ésta:

-Hay publicidad mala en cuanto a su calidad, que te revuelve las tripas por lo insoportable, chabacana y pachanguera que es: Se me ocurren los anuncios de radio de Verti Seguros o los de Mediamarkt. En esta categoría incluyo aquellos en los que claramente ves que no se han estrujado mucho el tarro, y entonces me imagino una gran mesa ovalada en el ojo de una enorme tormenta de ideas publicitarias, y un espabilado levantando la mano y diciendo: “’Pos’ que digo yo ‘de que’ podíamos poner un montón de gente atractiva bailando y saltando, con una música pegadiza…”. Aplauso, dos orejas y el rabo. Si puede ser, la música será una versión actual de alguna canción clásica y conocida cantada a coro por la peña… Canción que, de ese modo, quedará degradada, maldita y perdida para siempre: vale desde el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven hasta el ‘Come Together’ de los Beattles. Y la muestra de esto es un sinfín de anuncios de compañías de telefonía, expertos como ellos solos en crear truños y joder clásicos musicales. Se conoce que no nos tangan suficiente dinero como para hacer mejores anuncios.

-Hay también publicidad mala por estomagante y pretenciosa, y en ese lote meto cualquier anuncio en el que se hace ostentación de un lema en idioma inglés: ‘Perfectly you’, ‘Connecting people’, ‘What else?’ y miles de ejemplos más. En los últimos tiempos también se han incorporado los lemas en francés, sobre todo para estética y perfumes: J’adore, Merry Clinique… Y en alemán para coches y tecnología: Das Auto. Me dan mucha cosica. ¿No saben español? ¿Qué tiene de malo un lema en nuestra lengua madre? Aunque ni hablando español, el español respetan: Hay más de un anuncio y más de dos en los que se atropella nuestro idioma.

-Pero para mí, la palma de oro se la lleva la publicidad que difunde plagas sociales como el machismo (la mayoría de los anuncios de juguetes y de productos de limpieza son así), la subvencionada por nosotros mismos (anuncios del Gobierno de España sobre cosas que ha hecho el Gobierno de España, pagados con el dinero de la gente de España), y la claramente mentirosa: la que trata torpemente de vestir de cordero al lobo, la que manipula aún más de lo tolerable, y que tiene como principales clientes a los bancos y las grandes compañías. En esencia, me refiero a la publicidad sin ningún tipo de límite ético, sin valores y sin vergüenza. La publicidad que nos incita a gritar aquello de “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.

Un ejemplo cercano de esto que digo es el de una petrolera española. No sé si visteis el programa de Salvados (La Sexta) dedicado al oligopolio energético de nuestro país. Ahí se daban motivos para mandar a tomar por el culo a todas las eléctricas y las petroleras juntas, y entre ellas, a la mentada. Pues bien, pocos días después escuché anuncios en radio y vi anuncios en prensa y televisión sobre lo buenos que son, y las ayudas que dan a los jóvenes, y sobre sus planes de formación. ¿Se ha deteriorado la imagen del Imperio? Pues entonces el Imperio contraataca.

Otro ejemplo claro e indignante es el rumbo adoptado por la publicidad de los bancos. Ahora resulta que los bancos son maravillosos. Los bancos nos ayudan mucho, y se anuncian juntando a varias personas que han encontrado empleo gracias al dinero que les han dado a los pequeños empresarios, y los sientan en círculo y filman su conversación, su alegría de vivir y trabajar. Sí, con un par, los bancos, cuya actividad anti-personas y pro-capital nos ha arruinado, nos ha tocado el bolsillo y nos ha costado derechos, ahora nos toman por idiotas. Los bancos de hoy se anuncian apelando a lo humano, y dicen defendernos, y dicen estar a nuestro lado e incluso fomentar la investigación y el pensamiento. Hay uno que ha hecho unos anuncios acongojantes: Un auditorio negro, geométrico y minimalista, una luz dramática como el claroscuro barroco, un montón de personas perfectamente sentadas y atentas, y frente a ellas, un atril y un experto dando una conferencia o no sé qué hostia. Creo que es un científico, no he prestado atención a eso. La versión para cartelería contiene imágenes ampliadas de las manos del conferenciante en el atril, y una señora de fondo mirando hacia arriba, como la Dolorosa de Salzillo, admirando con interés al experto parlante. Los bancos presumen de aquello de lo que carecieron en el pasado reciente, y de lo que aún hoy carecen. Y derrochan poca vergüenza como antes derrochaban nuestro dinero. Gallifante para el publicista.

Hay publicidad que reúne varias o incluso todas las características de los grupos que he descrito: Publicidad pachanguera, pretenciosa y moralmente reprobable. Y por último, destacaría la publicidad que tiene relación con la infancia, bien por servirse de niños o bien por estar dirigida a ellos. Aquí abogo por la prohibición, para qué voy a mentir. Yo prohibiría totalmente la publicidad para niños en canales de programación infantil, y también en el resto de canales en horario infantil. La Constitución Española y las leyes de nuestro país protegen especialmente a los niños, como debe ser, y los niños no son consumidores. Los niños son niños, no compran, están aprendiendo a ser buenas personas. Inyectarles el consumismo, la banalidad y el egoísmo con la aguja hipodérmica de la publicidad me resulta repugnante, pero mirad, sobre este tema creo que no se ha hecho nada. Y usarlos en anuncios de productos para adultos… Me salen sarpullidos al escuchar a dos pobres críos hablando como adultos en un anuncio sobre la cantidad de megas que tiene el ADSL de sus papis, o pidiéndoles a sus papis que se hagan de la mutua de los cojones, o que se compren un coche que es muy caro pero en el que puedes vivir estupendas aventuras… Tanto desea ese coche el niño de un anuncio, que es capaz de levantarse de la cama y colarse en casa del vecino, que sí lo tiene, y de hablarle como si fuera su padre.

No todos los anuncios son basura: los hay ingeniosos, limpios, honestos, pero creo con tristeza que son los menos. Y de hecho, hay algunos que son tan buenos, que al final la gente no recuerda ni qué anunciaban. A lo mejor popularizan una frase o una idea divertida, pero nadie sabe qué anunciante había detrás. Incluso es posible que, en este mundo nuestro, a los publicistas les traiga a cuenta hacer mierda, y si puede ser, crear polémica. Tampoco digo que la publicidad no haga falta, porque en elevado porcentaje, contribuye a sostener gran cantidad de medios de comunicación. Pero luego también se ha dado que las empresas anunciantes presionen a un medio para controlar sus contenidos bajo la amenaza de retirar su publicidad.

Y al final, sucede en esto como en otros tantos asuntos: somos nosotros, los humanoides, los que hacemos y toleramos estas cosas. Criticamos a las religiones, a los políticos, a los periodistas o a los publicitarios, pero somos nosotros mismos los responsables de perpetrar sus peores actos, o como mínimo, de consentirlos. Los efectos negativos de la publicidad son enormes porque tienen máxima difusión, y con ella, se contribuye a magnificar la podredumbre, y por eso mismo podría contribuir a erradicarla. Si la publicidad refleja todo lo que somos y todo lo que no somos, nos queda mucho trabajo por hacer, tanto en la sociedad como en las aulas donde se forman los futuros publicistas. Gallifante para nosotros.




Crisis de valores y de sistema.