jueves, 27 de septiembre de 2012

El turismo en el espejo

El lenguaje, esa herramienta que hacemos entre todos y que es reflejo de la sociedad actual -con todas sus sutilezas y complejidades-, en los últimos años ha ido barnizando a la voz "turista" con cierto sentido peyorativo: turista es aquel que se desplaza a un lugar que está fuera de su entorno habitual, y que se aloja en ese lugar, y que hace fotos a los patos o a las piedras, y que bosteza, y que hace cola y se apelotona delante de los monumentos, y que compra chorradas que no necesita, y que protesta por la comida y por el idioma y por los horarios, y que no se entera de (casi) nada, y que tira basura en los bosques y en las playas, y que al final vuelve a casa para seguir con su vida cotidiana y contar lo mal que lo ha pasado. Hoy en día, y más allá del uso específico que se le da a la palabra dentro del sector (para contabilizar a aquellas personas que pernoctan en una determinada localidad), preferimos hablar de "viajero", aludiendo a un concepto nuevo que pone el énfasis en la actitud. Viajar por placer, es decir, hacer turismo, es ante todo una actitud. Sin la actitud adecuada, el turismo no nos sirve a nosotros y tampoco sirve a aquellos a quienes visitamos, por mucho dinero que generen sus transacciones. Y aún peor: nos perjudica a todos. Con esto quiero decir que no es una cuestión estrictamente monetaria: ¿hace buen negocio aquel que vende su alma al diablo? Yo diría que no. El turismo es mucho más que un negocio, y aun considerándolo como tal, mal hará el que no tenga bien fijados sus límites; no es el demonio pero puede llegar a serlo si no se le controla, si no se le lleva en la buena dirección. Puede arrasar todo a su paso como los elefantes de Aníbal. El turismo es una herramienta de desarrollo en muchos aspectos, y debe planificarse y asentarse en las normas que dictan el sentido y el bien común, algo en lo que los poderes públicos tienen siempre una influencia decisiva.

Voy a contar una anécdota que refleja aquello de lo que estoy hablando: la actitud, las diferentes maneras de hacer turismo. Hace tiempo trabajé como recepcionista en un hotel de la ciudad de Murcia -¡qué gran escuela de la vida!- y me pasó lo siguiente:

Actitud 1)- Una mañana llegó una familia de ingleses: matrimonio y dos niños. Tendrían unos cuarenta años. Al atravesar la puerta y acercarse al mostrador ya supe que no tenían la actitud que yo considero adecuada: las primeras palabras que me dirigieron fueron en su lengua materna, en inglés, y nada de "good morning" ni similar. Creo recordar que lo primero que me dijeron fue "we have a reservation", y además, en un tono altanero, con la barbilla elevada y mirándome de lado. Como profesional del sector con unos cuantos años de experiencia, debo admitir que detesto al turista extranjero que inicia el contacto conmigo de esa forma y en su propio idioma; es decir, que no empieza con un saludo en español (mira que el "hola" es fácil), o que ni siquiera se molesta en preguntarme antes si hablo su idioma. Me vale si la pregunta es en su propio idioma, pero que pregunten antes, por favor. Como siempre hago en casos similares de manifiesta mala educación, a estos ingleses le contesté en español con un tono cordial y una sonrisa en los labios: "¿Disculpe?". Debieron pensar que yo no sabía hablar inglés porque resoplaron un poco, pero entonces no tuvieron más remedio que formular la pregunta mágica: "Do you speak English?". Les contesté que sí en español, y luego proseguimos con la conversación en su idioma, con los requerimientos precisos de nuestra relación comercial. El mismo día en que se registraron, un poco más tarde, bajaron de nuevo a recepción y me preguntaron dónde estaban las oficinas de Polaris World -por entonces, en plena Gran Vía-, porque iban a comprarse una casa. Les indiqué la dirección pensando en que irían andando, porque de hecho, les dejé bien claro que era una distancia "caminable". No más de trescientos metros. Sin embargo, y tras escuchar mis indicaciones y mi consejo, negaron con la cabeza y me pidieron que les llamara a un taxi. No volví a cruzar palabra con ellos, creo que sólo estuvieron una noche. Desconozco si se compraron finalmente la casa.

Actitud 2)- Una tarde, casualmente a los pocos días de mi encuentro con los "ingleses-polaris", estaba yo solo en recepción y el bar del hotel estaba aún cerrado, pero como siempre me decían mis superiores, "si alguien quiere algo del bar, nunca digáis que está cerrado; dejáis la recepción un momento y le servís". Entonces escuché movimiento en la barra del bar y me asomé: un matrimonio con aspecto de ingleses, de unos sesenta años de edad, miraban con precaución al bar porque estaba demasiado oscuro. Al verme se dirigieron a mí en español, me saludaron y me preguntaron si estaba abierto. Reconozco que su nivel de español no era para tirar cohetes y, de hecho, costaba bastante entenderlos. Les contesté que estaba cerrado, pero que si les apetecía tomar algo, yo se lo serviría. Luego les pregunté si querían que les hablara en inglés. Me contestaron que no, por favor, porque estaban intentando aprender el idioma. Su gesto no se parecía en nada al del matrimonio anterior. Me miraban de frente, su tono de voz era cálido y tenían curiosidad en la mirada. Como la tarde estaba tranquila, les dí un poco de conversación. Me contaron que estaban jubilados, que les gustaba mucho España y que habían venido a comprarse una casa en un pueblo -no recuerdo cuál-, para pasar aquí largas temporadas entre el otoño y la primavera. Me dijeron que no querían estar en una urbanización alejados de la vida española; que buscaban una casa normal en mitad de un pueblo, y así conocer a la gente y poder hablar con ellos. Querían comer comida española y beber bebida española. En definitiva, su propósito era enriquecerse social y culturalmente, vivir una experiencia humana real en un entorno que, aunque al principio sería distinto al suyo, esperaban que se convirtiera con el tiempo en su hogar. No hace falta que diga qué actitud me parece más provechosa para todos: para el que viene, para el que está aquí y para nuestro propio entorno natural.

A veces olvidamos que el fenómeno turístico no sólo lo protagoniza el que se desplaza: hay que contar con el que acoge y también con el territorio donde se produce el encuentro. Es un hecho social, cultural, medioambiental... Es una experiencia vital enriquecedora si se desarrolla con la actitud adecuada por parte de todos. Lo dicen y lo repiten todas las disposiciones internacionales sobre el tema desde hace muchos años. Para hacer turismo hay que tener inquietud por conocer la diferencia y saber respetarla, y lo mismo vale para el que acoge al forastero. Viajero y anfitrión no sólo deben consumar un simple intercambio de dinero y servicios; deben tolerarse, y si puede ser, conocerse, y aproximarse desde lo elemental que es el idioma, hasta las otras manifestaciones más características de un pueblo, como la gastronomía, la historia, el medio natural o el arte. De ese modo el turismo nos proveerá a todos de una riqueza más valiosa que el dinero: nos dará cultura, amplitud de miras. Nos enseñará a cuidar de lo nuestro y de lo de los demás; a respetar a los demás y al planeta. Desde que el hecho de viajar por placer se puso al alcance de todos (o de casi todos) los bolsillos, desde que se socializó, el turismo extendió sus efectos positivos y negativos al ámbito del progreso o de la involución social, de la corrección o de la profundización de desigualdades, del desarrollo sostenible o del destrozo irrecuperable. Y ahora debemos añadir el fenómeno de las nuevas tecnologías, de Internet , de la diversificación de la oferta y de la demanda, de la mejor formación de los que viajan y de los que acogen.

Como guía turístico y profesional del sector, me gusta tener delante a un grupo interesado y respetuoso, y mostrarme como un murciano también respetuoso e interesado en que disfruten. Me gusta conectar en algún punto el relato de la historia o del arte murcianos con el de sus lugares de origen, aunque sea por un segundo, con cualquier tontería, para hacerles sentir cómodos. Por supuesto, no me gusta tener frente a mí a personas claramente desmotivadas, irrespetuosas, que refunfuñan o que tiran papeles al suelo mientras les hablo. Y por otro lado, cuando estoy de viaje, me gusta ver personas orgullosas de su patrimonio y de su entorno, pueblos que cuidan lo que es suyo y lo enseñan con cariño. Me gusta ver trabajadores del sector que tienen una sonrisa sincera porque se sienten bien, no porque les han pintado la sonrisa a la fuerza. No me gustan los artificios, los resorts, el cartón-piedra, lo uniforme, lo impersonal... Me gustan las cosas reales. No me gusta sentir que me sirve un camarero mal pagado y explotado laboralmente; no me gusta ver una ciudad parecida a cualquier otra, ni un entorno natural arrasado, descuidado, agonizante. No me gusta ir a un lugar donde no hay democracia ni libertad, o donde sé que mi dinero no repercute en gente corriente sino en magnates o en grandes grupos empresariales. El turismo, como otras actividades humanas (económicas y sociales) es un espejo. ¿Qué queremos ser? Así será nuestro turismo. 

martes, 25 de septiembre de 2012

¿Cómo te atreves?

"Es preferible la injusticia al desorden
decía el abuelo al abrocharse el uniforme"
Def con Dos.

¿Cómo te atreves a protestar? ¿Cómo te atreves a pensar? Pensar sólo causa dolores de cabeza e insatisfacción. La insatisfacción está en la cabeza de aquel que piensa en ella. No está en luchar cada día por ganarse el pan mientras ves recortados tus derechos, mientras la educación y la sanidad públicas se degradan, mientras hay personas que mueren de hambre cerca y lejos de tu casa, mientras el planeta agoniza... No, la insatisfacción no está en perder el empleo o en tener un empleo mal pagado, o en no poder pagar la hipoteca y que te echen a la calle, o en bajar la persiana de aquel pequeño negocio que abriste con ilusión y esfuerzo.

¿Cómo te atreves a protestar? Vives en democracia y votas cada cuatro años, ¿Qué más quieres? Te molesta ver que los representantes del pueblo, tus representantes, se pliegan ante la usura, ante la economía especulativa que empobrece a muchos y enriquece a unos pocos; te jode ver que los gobernantes sólo aprietan tu cuello y el de los que son como tú, mientras los que se están enriqueciendo no tienen problemas. ¿Y qué más te da que otros se enriquezcan? Te gustaría ser uno de ellos, eso es lo que te pasa. Tienes envidia, te gustaría ser tú el que robara porque eres un envidioso. No pienses, la envidia sólo está en la cabeza de los que piensan en ella, y de los que piensan en los demás. Tú eres un individuo y eres libre, ¿qué más quieres?

No protestes, no grites. Está feo, molesta. El mundo es el que es y no lo puedes cambiar. No exijas que te devuelvan lo que te quitaron ni que dejen de quitarte. Ven al mundo, trabaja (si puedes), consume mucho y muere. Y deja aquí a tus hijos consumidores para que sigan tu estela. Pero, ¿protestar? ¿Cómo te atreves? ¿Acaso hay algo por lo que protestar? Si no pensaras tanto y si no miraras a los demás, no tendrías ese enfado ni molestarías a los gobernantes. Ya te lo digo yo: a los que están por encima de los gobernantes no les molestas ni les importas una mierda; para ellos, tú no eres nadie. ¿Cómo te atreves?

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Encerrado en el ascensor. Pequeñas reflexiones.

Este mediodía me he visto encerrado en el ascensor del edificio de mis padres. Es algo común. No es el fin del mundo pero jode. En esos momentos no sabía cuánto tiempo tendría que permanecer ahí. Tampoco sabía la causa de la avería. No tenía ni idea de cómo me podrían sacar. Llevaba el móvil con cobertura y tenía una botella de agua. Al final he estado media hora. Treinta minutos. Y entre los pensamientos del instante y los posteriores, he llegado a unas cuantas conclusiones. Son muy simples, muy obvias, y reales como la vida misma:

->Cuando nos quejamos por algo instalados en la falsa creencia de que no puede ser peor, la cosa empeora. Lo digo porque en este mes de septiembre tengo unos mediodías muy atareados y he llegado a lamentarme. Salgo de trabajar a las 14 horas y debo estar de vuelta en mi puesto a las 16:30h. En ese tiempo debo comer, recoger a las dos crías de sus respectivos colegios, "depositarlas" en casa y regresar al trabajo lo más fresco y lozano posible. He llegado a quejarme de que apenas dispongo de veinte minutos para la comida; que apenas me siento en la silla ya me tengo que levantar; que debo engullir la pitanza a toda prisa y salir corriendo. Por supuesto, alguna vez me he acordado también de la siesta, pero en estos días es imposible y no merece la pena siquiera acordarse de ella. Pues bien, resulta obvio -pero no es menos cierto- que quedarme encerrado en el ascensor hace mi mediodía mucho peor que si no me quedo encerrado. El agobio, en primer lugar, era porque veía que si no salía de allí pronto, no me daría tiempo a llegar al colegio. Y por supuesto de comer ni hablamos: los minutos de que disponía para esa actividad se estaban agotando. En esas circunstancias, comer es tan secundario que te importa un pimiento, se te quita el hambre. Al final me ha dado tiempo de llegar a los dos colegios pero recurriendo al coche de mis padres, con mucho esfuerzo y sin poder casi ni respirar. Hacia las 16:15h ya estaba hecho lo importante y, mojado de pies a cabeza por el sudor, he llegado al trabajo a mi hora. A las 17h., al fin, me he comido un bocata preparado amorosamente por mi mujer. La sabiduría popular traduce estas simples reflexiones en aquel famoso "Virgencica, que me quede como estoy".

->Te das cuenta de lo bonita que es la libertad cuando la pierdes. Esta reflexión es más simple aún que la anterior y se puede aplicar a cualquier cosa, persona o hecho. Por ejemplo, si no te quedas encerrado en el ascensor, no te das cuenta de lo que mola no quedarse encerrado en el ascensor. Me pasa lo mismo con los resfriados, con esos pequeños malestares que no matan pero joden. Al hilo de esa reflexión me viene a la mente aquella frase que decía Paco Rabal en Pajarico, la película de Carlos Saura ambientada en nuestra Murcia: "Qué bien se está cuando se está bien".

->Las redes sociales son chachis, pero no sustituyen al calor humano. Conectan personas pero de poco te sirve encerrado en el ascensor. Mi circunstancia era física, temporal y concreta, pero muchas personas viven en una situación idéntica desde un punto de vista simbólico. En el ascensor mi móvil tenía cobertura y 3G. Mientras esperaba a que llegara el técnico del ascensor para rescatarme, me he metido en Twitter. He mirado unos cuantos tuits y no me he sentido mejor. La prima de riesgo, Cataluña, Carrillo... ¿Y qué? Estoy conectado con el planeta entero pero no puedo salir de aquí. Un metro cuadrado. Planchas metálicas. El techo muy bajo. Esta mierda no me sirve. A los pocos minutos ha bajado mi padre hasta el lugar en el que me encontraba bloqueado y hemos empezado a hablar. Oír su voz y hablarme directamente a mí ya me ha tranquilizado mucho más. Tengo 35 años pero me he sentido como un crío pequeño.

Quedarse encerrado en el ascensor no es cruzar a nado el Canal de la Mancha ni escalar el K2, ni duele igual que si te sacan una muela, pero tampoco es plato de buen gusto. Hay personas con claustrofobia que lo pasan realmente mal. Algunos directamente no se exponen a la posibilidad. No suben en ascensor. Es la segunda vez que me pasa a mí. La anterior fue en 1995, en Valencia, cuando estudiaba Bellas Artes, y no recordaba lo agobiante que es. Hoy, además de pensar en todas estas cosas que he contado aquí, también me he acelerado dándole vueltas a la cabeza: imagínate que pega un chispazo y se quema el ascensor, y me pilla aquí dentro; imagínate que se acaba el aire, porque estás respirando muy deprisa; imagínate que el técnico que venga no consigue arreglarlo, que no da con la tecla; imagínate que le escuchas refunfuñar porque no logra sacarte, que resopla y que después de un buen rato te dice: "no puedo arreglarlo, tengo que llamar a mi empresa"; imagínate que tienes que quedarte aquí una hora, dos horas... Y además, sudando, porque allí empezaba a hacer calor. Teniendo Internet en el móvil, incluso he pensado en meterme en Google y buscar noticias relacionadas, estadísticas de encierros y problemas con ascensores. Me he acojonado por lo que pudiera encontrar y he seguido hablando con mi padre.

Una vez que el técnico ha llegado -a los 30 minutos de haber llamado a la compañía de ascensores- y se ha puesto delante del ascensor, ha tardado dos segundos en abrir la puerta y sacarme. Medio en broma, medio en serio, le he dicho: "me he alegrado mucho de verte, de verdad". Él se ha reído y me ha contestado: "y a mí también". Ale, Perico, ya puedes echar a correr como todos los mediodías, aún con menos tiempo que de costumbre pero, eso sí, más contento. Paradojas te da la vida y no te las cobra en dinero.

martes, 11 de septiembre de 2012

Pepín y Antonia (y III)


En el apartamento de mi tía Antonia hay fotografías en portarretratos -no demasiadas-, y también un pequeño álbum. Pequeños retales: algún evento o comida familiar, abrazos, sonrisas… Momentos enmarcados. La verdad es que cuando decidí buscar a la rama francesa de mi familia, además de ver qué tal estaban, lo que quería era conocer algo más de la vida de Pepín y Antonia. Y no ha hecho falta que le pregunte de forma expresa a mi tía: una vez intercambiamos información actual de unos y de otros, y haciendo gala de una memoria fotográfica, ella misma comienza a relatar los avatares de su propia existencia, pero, sobre todo, de la de mi tío Pepín. Reconoce que su marido no tenía cultura porque no había podido estudiar. Agita la cabeza al admitir que era muy tozudo, y que cuando se enfadaba, tenía muy mal genio, pero asiente al recordar que eso siempre se quedaba en nada, y que era muy buena persona y muy trabajador. Mi tía y mis primos sentían una gran ternura y compasión por Pepín porque sabían lo mucho que había sufrido. Eso sí, a pesar de los sufrimientos de su niñez y de su juventud, del exilio, la guerra y el hambre, mi tía también afirma que, junto a ella, Pepín pasó 58 años muy buenos. Eso es algo más que un consuelo. Hablando con Antonia compruebo algo que mi tío Pepín debía saber perfectamente, y que seguro que agradeció a la vida en muchas ocasiones: la gran suerte que tuvo al encontrarla.

En 1980, cuando Pepín vino por primera vez a España después de 42 años, toda la familia fue a recibirlo a la Estación del Carmen. Y cuando digo “toda”, me refiero a un montón de gente, claro –mi padre es el menor de catorce hermanos-. Yo era muy pequeñajo y seguramente también estuve allí. Tal era la algarabía y el escándalo que liamos por el retorno de Pepín, que mi madre le dijo a una de mis tías: “deberíamos llamar a la prensa para que vengan y lo cuenten”. Mi tía se horrorizó, porque tan sólo hacía cinco años que el dictador había desaparecido y todavía tenía el miedo metido en el cuerpo –hasta el final tuvo miedo a compartir sus pensamientos políticos, por si acaso, y eso que murió hace poco-. Lo cierto es que aquello era un acontecimiento digno de contar más allá del interés particular, pero seguro que al propio Pepín tampoco le habría gustado. No le gustaba el escándalo ni los gritos, lo sé de primera mano: en 1988, mi tío y yo vimos por televisión el España-Yugoslavia de la Eurocopa, aquel partido en el que Míchel, que formaba la barrera, se agachó en un disparo directo de falta que acabó en gol de los balcánicos. Mi tío me mandaba bajar la voz constantemente; no quería que me exaltara demasiado. Ahora lo entiendo: escuchar bombas y disparos debe alterar para siempre el oído y la calma.

Antonia me cuenta los últimos años de Pepín. Estaba ya muy delicado de salud cuando recibió su condecoración. Fue en el año 2000, en el mismo pueblo donde vivían. Hasta allí se desplazó una delegación de militares para rendir homenaje a mi tío y a otro excombatiente. Pepín se había caído el día antes y estuvieron a punto de acabar en el hospital y perderse el acto. Por fortuna, asistieron al homenaje y fue muy emotivo. Le dieron una medalla y un diploma, y reconocieron los servicios prestados por mi tío al ejército de la República Francesa. Mientras mi tía relata el hecho, pienso en España, en cómo somos. Pienso en cómo nos gusta alardear de españolidad, aunque aún no se haya reconocido a los que lucharon y cayeron en defensa de nuestra democracia. Pienso en todos aquellos que aún siguen bajo tierra, en el olvido. Una pena. Francia, en cambio, reconoció a Pepín, y cuando murió en 2003, volvieron a arroparle. Antonia me cuenta que no quiso quedarse con la medalla de mi tío, que decidió ponérsela en el traje. Un militar la felicitó por su decisión y admiró el gesto, pero a mi tía no le costó ningún esfuerzo: “¿cómo me la voy a quedar, si es suya?”. Según mi tía, Pepín estaba muy orgulloso de aquella medalla y tenía que llevársela. Envolvieron su ataúd con la bandera de Francia y cantaron. Ahora reposa allí donde vivió la mayor parte de su vida, pero, tal y como me cuenta mi primo, lo hace contemplando los Pirineos. Fue algo pensado: Pepín quería mirar hacia España.



Antes de acabar nuestras vacaciones en el sur de Francia, mi mujer y yo volvemos a ver a mi tía para despedirnos, y a la reunión se une mi primo. Hablamos de la familia, de política, de economía, de deportes… Hablamos de todo un poco y volvemos a hablar de Pepín. Mi primo nos cuenta que suele ir al cementerio y que esa misma mañana le ha contado a su padre que iba a vernos. A mi tío le habría gustado mucho saber que hemos compartido un rato en familia. Mi tía Antonia lo confirma: a pesar de la distancia, Pepín quería que el contacto con España y con su familia no se perdiera, que no se evaporara del todo. Mi tío solía contar un sueño: soñaba que era una paloma y que volaba, y que volando sobre limoneros y naranjos llegaba hasta Murcia, hasta la huerta, y que atravesaba el camino que acababa en su casa, y que volvía con sus padres y sus hermanos. Escuché ese sueño en 1988, y de nuevo, desde la mirada simple de niño, me pregunté, ¿Por qué no vuelve? Entonces no lo entendí, pero ahora lo entiendo: Pepín debía estar donde estaban su mujer y sus hijos en el momento presente. Y eso no quería decir que la Murcia de los años 30 ya no existiera. Seguía existiendo, porque él la mantenía viva en su memoria.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Pepín y Antonia (II)


La primera vez que salí de España, a punto de cumplir los once años de edad, fue para visitar a mis tíos de Carcassonne. Yo ya había escuchado algunas cosas de aquel hermano de mi padre y de su atareada vida, pero durante ese viaje supe de unas cuantas peripecias más. Al verle en persona, lo primero que me sorprendió fue el enorme parecido físico entre mi tío, mi padre y el resto de sus hermanos. Y luego me chocó mucho escucharle hablar español con acento francés mezclado con el deje murciano. Mi tío jamás aprendió francés; no sintió la necesidad. Trabajaba en el campo rodeado de emigrantes españoles o de otros países, y se casó con una española que hablaba perfectamente español y francés. Iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Según mi primo, cuando se cabreaba mezclaba los dos idiomas de manera indescifrable, pero su incursión en la lengua de Francia no pasó de algunos tacos e interjecciones. Aprendió lo más divertido y así se quedó.

En 1988, en su casa de piedra y madera de un pequeño pueblecito cercano a Carcassonne, mi tío me contó que un día, durante la Segunda Guerra Mundial, se quedó sin arma y sin munición, y que se topó de bruces con un nazi. El militar alemán hizo lo normal: le apuntó con su arma. Mi tío levantó las manos y comenzó a gritarle que no le matara. También soltó algunos insultos, y todo en español, claro. El nazi, confuso, bajó el arma y se marchó corriendo, probablemente porque pensó que no tenía nada en contra de aquella extraña persona que le gritaba en un idioma extraño. Los que inician las guerras desde cómodos despachos no suelen sufrir las consecuencias, y la mayoría de los que combaten en ellas lo hacen porque no tienen más remedio. Quizá unos pocos lleguen a creerse los motivos por los cuales los psicópatas de arriba justifican matar a otras personas; quizá unos pocos hagan suyos los argumentos de los líderes que provocan la guerra, y les cieguen hasta el punto de acabar con la vida del adversario cara a cara. Sin embargo, creo que una inmensa mayoría son incapaces de asesinar de ese modo, y si matan, es disparando desde la trinchera hacia lo lejos, hacia ese concepto abstracto que llaman “enemigo”; sin apuntar a nadie en concreto. Disparan al concepto porque el concepto les dispara a ellos.

En el verano de 2012, mi tía Antonia me contó que la primera vez que vio a Pepín fue la primavera de 1945, en las fotografías que le enseñó su hermano. Mi tío tuvo la suerte de no morir en la guerra y, además, de conocer a su futuro cuñado: ambos, junto al amigo Juan Portillo, fueron capturados por los nazis y encerrados en un campo de prisioneros en Alemania. En los últimos meses del conflicto, los nazis dejaron libre al hermano de mi tía porque estaba herido, y de ese modo pudo reunirse con su familia en Francia. Allí le enseñó a Antonia la cara del que habría de convertirse en padre de sus hijos. Poco después, el ejército soviético entró en el campo de prisioneros y los liberó a todos. Sobre el episodio de la liberación, recuerdo perfectamente el gesto torcido de Pepín mientras contaba esa parte de la historia. Sacudía la cabeza y admitía que hubo excesos. Desde mi perspectiva simplista de niño de diez años, influido por las películas de acción americanas propias de la guerra fría donde sólo hay buenos y malos, yo no entendía a mi tío: “¡Pero si lo liberaron! ¿Cómo puede decir eso?”. Ahora lo entiendo. Existen los matices. Los soldados libertadores llegaron arrasando, y mi tío, que era buena persona, no podía aprobarlo. Los soviéticos también llevaban meses, años de lucha y de escenas violentas, y es posible que hubieran perdido amigos y familiares a manos del enemigo… Eso es la guerra. La violencia engendra violencia.

Cuando Pepín y Juan Portillo fueron liberados por el ejército soviético, llegaron a Francia. Allí les preguntaron por su domicilio, pero... ¿Qué domicilio? ¡Si no tenían casa ni lugar donde caerse muertos! Entonces pensaron en el amigo herido, aquel que fue liberado unos meses antes, y allá que se fueron a su encuentro. Poco tiempo después de conocer a mi tía Antonia –ella recuerda perfectamente el día, el 24 de abril de 1945-, decidieron casarse. Y al poner en común sus vidas, Antonia convenció a Pepín para que se pusiera en contacto con su familia española: habían transcurrido siete años desde su marcha forzada; siete años sin noticias. La familia no sabía nada de él y quizá ya lo daban por muerto. Él sentía horror por la posibilidad de que el régimen franquista lo localizara y le hiciera regresar. Sin embargo, mi tía no concebía esa situación. “Tu madre y tus hermanos deben saber de ti, tienes que escribirles”. La idea fue sencilla: Pepín dictó la primera carta, mi tía Antonia la firmó y la misiva llevó las buenas noticias hasta el otro lado de los Pirineos; hasta la huerta de Murcia, aquella tierra que mi tío siempre añoró (Continuará).

A esta entrada le pongo final musical, la famosa "Querida Milagros" de El Último de la Fila, alegato en contra de la guerra basado en el amor de dos personas separadas por la violencia.

"No estaría de más que alguien me explicara qué tiene esto que ver contigo y conmigo".

(Las citas y las imágenes son cosa del creador del vídeo, ¿eh? Pero vamos, la mayoría no están mal).



Crisis de valores y de sistema.