jueves, 27 de septiembre de 2012

El turismo en el espejo

El lenguaje, esa herramienta que hacemos entre todos y que es reflejo de la sociedad actual -con todas sus sutilezas y complejidades-, en los últimos años ha ido barnizando a la voz "turista" con cierto sentido peyorativo: turista es aquel que se desplaza a un lugar que está fuera de su entorno habitual, y que se aloja en ese lugar, y que hace fotos a los patos o a las piedras, y que bosteza, y que hace cola y se apelotona delante de los monumentos, y que compra chorradas que no necesita, y que protesta por la comida y por el idioma y por los horarios, y que no se entera de (casi) nada, y que tira basura en los bosques y en las playas, y que al final vuelve a casa para seguir con su vida cotidiana y contar lo mal que lo ha pasado. Hoy en día, y más allá del uso específico que se le da a la palabra dentro del sector (para contabilizar a aquellas personas que pernoctan en una determinada localidad), preferimos hablar de "viajero", aludiendo a un concepto nuevo que pone el énfasis en la actitud. Viajar por placer, es decir, hacer turismo, es ante todo una actitud. Sin la actitud adecuada, el turismo no nos sirve a nosotros y tampoco sirve a aquellos a quienes visitamos, por mucho dinero que generen sus transacciones. Y aún peor: nos perjudica a todos. Con esto quiero decir que no es una cuestión estrictamente monetaria: ¿hace buen negocio aquel que vende su alma al diablo? Yo diría que no. El turismo es mucho más que un negocio, y aun considerándolo como tal, mal hará el que no tenga bien fijados sus límites; no es el demonio pero puede llegar a serlo si no se le controla, si no se le lleva en la buena dirección. Puede arrasar todo a su paso como los elefantes de Aníbal. El turismo es una herramienta de desarrollo en muchos aspectos, y debe planificarse y asentarse en las normas que dictan el sentido y el bien común, algo en lo que los poderes públicos tienen siempre una influencia decisiva.

Voy a contar una anécdota que refleja aquello de lo que estoy hablando: la actitud, las diferentes maneras de hacer turismo. Hace tiempo trabajé como recepcionista en un hotel de la ciudad de Murcia -¡qué gran escuela de la vida!- y me pasó lo siguiente:

Actitud 1)- Una mañana llegó una familia de ingleses: matrimonio y dos niños. Tendrían unos cuarenta años. Al atravesar la puerta y acercarse al mostrador ya supe que no tenían la actitud que yo considero adecuada: las primeras palabras que me dirigieron fueron en su lengua materna, en inglés, y nada de "good morning" ni similar. Creo recordar que lo primero que me dijeron fue "we have a reservation", y además, en un tono altanero, con la barbilla elevada y mirándome de lado. Como profesional del sector con unos cuantos años de experiencia, debo admitir que detesto al turista extranjero que inicia el contacto conmigo de esa forma y en su propio idioma; es decir, que no empieza con un saludo en español (mira que el "hola" es fácil), o que ni siquiera se molesta en preguntarme antes si hablo su idioma. Me vale si la pregunta es en su propio idioma, pero que pregunten antes, por favor. Como siempre hago en casos similares de manifiesta mala educación, a estos ingleses le contesté en español con un tono cordial y una sonrisa en los labios: "¿Disculpe?". Debieron pensar que yo no sabía hablar inglés porque resoplaron un poco, pero entonces no tuvieron más remedio que formular la pregunta mágica: "Do you speak English?". Les contesté que sí en español, y luego proseguimos con la conversación en su idioma, con los requerimientos precisos de nuestra relación comercial. El mismo día en que se registraron, un poco más tarde, bajaron de nuevo a recepción y me preguntaron dónde estaban las oficinas de Polaris World -por entonces, en plena Gran Vía-, porque iban a comprarse una casa. Les indiqué la dirección pensando en que irían andando, porque de hecho, les dejé bien claro que era una distancia "caminable". No más de trescientos metros. Sin embargo, y tras escuchar mis indicaciones y mi consejo, negaron con la cabeza y me pidieron que les llamara a un taxi. No volví a cruzar palabra con ellos, creo que sólo estuvieron una noche. Desconozco si se compraron finalmente la casa.

Actitud 2)- Una tarde, casualmente a los pocos días de mi encuentro con los "ingleses-polaris", estaba yo solo en recepción y el bar del hotel estaba aún cerrado, pero como siempre me decían mis superiores, "si alguien quiere algo del bar, nunca digáis que está cerrado; dejáis la recepción un momento y le servís". Entonces escuché movimiento en la barra del bar y me asomé: un matrimonio con aspecto de ingleses, de unos sesenta años de edad, miraban con precaución al bar porque estaba demasiado oscuro. Al verme se dirigieron a mí en español, me saludaron y me preguntaron si estaba abierto. Reconozco que su nivel de español no era para tirar cohetes y, de hecho, costaba bastante entenderlos. Les contesté que estaba cerrado, pero que si les apetecía tomar algo, yo se lo serviría. Luego les pregunté si querían que les hablara en inglés. Me contestaron que no, por favor, porque estaban intentando aprender el idioma. Su gesto no se parecía en nada al del matrimonio anterior. Me miraban de frente, su tono de voz era cálido y tenían curiosidad en la mirada. Como la tarde estaba tranquila, les dí un poco de conversación. Me contaron que estaban jubilados, que les gustaba mucho España y que habían venido a comprarse una casa en un pueblo -no recuerdo cuál-, para pasar aquí largas temporadas entre el otoño y la primavera. Me dijeron que no querían estar en una urbanización alejados de la vida española; que buscaban una casa normal en mitad de un pueblo, y así conocer a la gente y poder hablar con ellos. Querían comer comida española y beber bebida española. En definitiva, su propósito era enriquecerse social y culturalmente, vivir una experiencia humana real en un entorno que, aunque al principio sería distinto al suyo, esperaban que se convirtiera con el tiempo en su hogar. No hace falta que diga qué actitud me parece más provechosa para todos: para el que viene, para el que está aquí y para nuestro propio entorno natural.

A veces olvidamos que el fenómeno turístico no sólo lo protagoniza el que se desplaza: hay que contar con el que acoge y también con el territorio donde se produce el encuentro. Es un hecho social, cultural, medioambiental... Es una experiencia vital enriquecedora si se desarrolla con la actitud adecuada por parte de todos. Lo dicen y lo repiten todas las disposiciones internacionales sobre el tema desde hace muchos años. Para hacer turismo hay que tener inquietud por conocer la diferencia y saber respetarla, y lo mismo vale para el que acoge al forastero. Viajero y anfitrión no sólo deben consumar un simple intercambio de dinero y servicios; deben tolerarse, y si puede ser, conocerse, y aproximarse desde lo elemental que es el idioma, hasta las otras manifestaciones más características de un pueblo, como la gastronomía, la historia, el medio natural o el arte. De ese modo el turismo nos proveerá a todos de una riqueza más valiosa que el dinero: nos dará cultura, amplitud de miras. Nos enseñará a cuidar de lo nuestro y de lo de los demás; a respetar a los demás y al planeta. Desde que el hecho de viajar por placer se puso al alcance de todos (o de casi todos) los bolsillos, desde que se socializó, el turismo extendió sus efectos positivos y negativos al ámbito del progreso o de la involución social, de la corrección o de la profundización de desigualdades, del desarrollo sostenible o del destrozo irrecuperable. Y ahora debemos añadir el fenómeno de las nuevas tecnologías, de Internet , de la diversificación de la oferta y de la demanda, de la mejor formación de los que viajan y de los que acogen.

Como guía turístico y profesional del sector, me gusta tener delante a un grupo interesado y respetuoso, y mostrarme como un murciano también respetuoso e interesado en que disfruten. Me gusta conectar en algún punto el relato de la historia o del arte murcianos con el de sus lugares de origen, aunque sea por un segundo, con cualquier tontería, para hacerles sentir cómodos. Por supuesto, no me gusta tener frente a mí a personas claramente desmotivadas, irrespetuosas, que refunfuñan o que tiran papeles al suelo mientras les hablo. Y por otro lado, cuando estoy de viaje, me gusta ver personas orgullosas de su patrimonio y de su entorno, pueblos que cuidan lo que es suyo y lo enseñan con cariño. Me gusta ver trabajadores del sector que tienen una sonrisa sincera porque se sienten bien, no porque les han pintado la sonrisa a la fuerza. No me gustan los artificios, los resorts, el cartón-piedra, lo uniforme, lo impersonal... Me gustan las cosas reales. No me gusta sentir que me sirve un camarero mal pagado y explotado laboralmente; no me gusta ver una ciudad parecida a cualquier otra, ni un entorno natural arrasado, descuidado, agonizante. No me gusta ir a un lugar donde no hay democracia ni libertad, o donde sé que mi dinero no repercute en gente corriente sino en magnates o en grandes grupos empresariales. El turismo, como otras actividades humanas (económicas y sociales) es un espejo. ¿Qué queremos ser? Así será nuestro turismo. 

martes, 25 de septiembre de 2012

¿Cómo te atreves?

"Es preferible la injusticia al desorden
decía el abuelo al abrocharse el uniforme"
Def con Dos.

¿Cómo te atreves a protestar? ¿Cómo te atreves a pensar? Pensar sólo causa dolores de cabeza e insatisfacción. La insatisfacción está en la cabeza de aquel que piensa en ella. No está en luchar cada día por ganarse el pan mientras ves recortados tus derechos, mientras la educación y la sanidad públicas se degradan, mientras hay personas que mueren de hambre cerca y lejos de tu casa, mientras el planeta agoniza... No, la insatisfacción no está en perder el empleo o en tener un empleo mal pagado, o en no poder pagar la hipoteca y que te echen a la calle, o en bajar la persiana de aquel pequeño negocio que abriste con ilusión y esfuerzo.

¿Cómo te atreves a protestar? Vives en democracia y votas cada cuatro años, ¿Qué más quieres? Te molesta ver que los representantes del pueblo, tus representantes, se pliegan ante la usura, ante la economía especulativa que empobrece a muchos y enriquece a unos pocos; te jode ver que los gobernantes sólo aprietan tu cuello y el de los que son como tú, mientras los que se están enriqueciendo no tienen problemas. ¿Y qué más te da que otros se enriquezcan? Te gustaría ser uno de ellos, eso es lo que te pasa. Tienes envidia, te gustaría ser tú el que robara porque eres un envidioso. No pienses, la envidia sólo está en la cabeza de los que piensan en ella, y de los que piensan en los demás. Tú eres un individuo y eres libre, ¿qué más quieres?

No protestes, no grites. Está feo, molesta. El mundo es el que es y no lo puedes cambiar. No exijas que te devuelvan lo que te quitaron ni que dejen de quitarte. Ven al mundo, trabaja (si puedes), consume mucho y muere. Y deja aquí a tus hijos consumidores para que sigan tu estela. Pero, ¿protestar? ¿Cómo te atreves? ¿Acaso hay algo por lo que protestar? Si no pensaras tanto y si no miraras a los demás, no tendrías ese enfado ni molestarías a los gobernantes. Ya te lo digo yo: a los que están por encima de los gobernantes no les molestas ni les importas una mierda; para ellos, tú no eres nadie. ¿Cómo te atreves?

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Encerrado en el ascensor. Pequeñas reflexiones.

Este mediodía me he visto encerrado en el ascensor del edificio de mis padres. Es algo común. No es el fin del mundo pero jode. En esos momentos no sabía cuánto tiempo tendría que permanecer ahí. Tampoco sabía la causa de la avería. No tenía ni idea de cómo me podrían sacar. Llevaba el móvil con cobertura y tenía una botella de agua. Al final he estado media hora. Treinta minutos. Y entre los pensamientos del instante y los posteriores, he llegado a unas cuantas conclusiones. Son muy simples, muy obvias, y reales como la vida misma:

->Cuando nos quejamos por algo instalados en la falsa creencia de que no puede ser peor, la cosa empeora. Lo digo porque en este mes de septiembre tengo unos mediodías muy atareados y he llegado a lamentarme. Salgo de trabajar a las 14 horas y debo estar de vuelta en mi puesto a las 16:30h. En ese tiempo debo comer, recoger a las dos crías de sus respectivos colegios, "depositarlas" en casa y regresar al trabajo lo más fresco y lozano posible. He llegado a quejarme de que apenas dispongo de veinte minutos para la comida; que apenas me siento en la silla ya me tengo que levantar; que debo engullir la pitanza a toda prisa y salir corriendo. Por supuesto, alguna vez me he acordado también de la siesta, pero en estos días es imposible y no merece la pena siquiera acordarse de ella. Pues bien, resulta obvio -pero no es menos cierto- que quedarme encerrado en el ascensor hace mi mediodía mucho peor que si no me quedo encerrado. El agobio, en primer lugar, era porque veía que si no salía de allí pronto, no me daría tiempo a llegar al colegio. Y por supuesto de comer ni hablamos: los minutos de que disponía para esa actividad se estaban agotando. En esas circunstancias, comer es tan secundario que te importa un pimiento, se te quita el hambre. Al final me ha dado tiempo de llegar a los dos colegios pero recurriendo al coche de mis padres, con mucho esfuerzo y sin poder casi ni respirar. Hacia las 16:15h ya estaba hecho lo importante y, mojado de pies a cabeza por el sudor, he llegado al trabajo a mi hora. A las 17h., al fin, me he comido un bocata preparado amorosamente por mi mujer. La sabiduría popular traduce estas simples reflexiones en aquel famoso "Virgencica, que me quede como estoy".

->Te das cuenta de lo bonita que es la libertad cuando la pierdes. Esta reflexión es más simple aún que la anterior y se puede aplicar a cualquier cosa, persona o hecho. Por ejemplo, si no te quedas encerrado en el ascensor, no te das cuenta de lo que mola no quedarse encerrado en el ascensor. Me pasa lo mismo con los resfriados, con esos pequeños malestares que no matan pero joden. Al hilo de esa reflexión me viene a la mente aquella frase que decía Paco Rabal en Pajarico, la película de Carlos Saura ambientada en nuestra Murcia: "Qué bien se está cuando se está bien".

->Las redes sociales son chachis, pero no sustituyen al calor humano. Conectan personas pero de poco te sirve encerrado en el ascensor. Mi circunstancia era física, temporal y concreta, pero muchas personas viven en una situación idéntica desde un punto de vista simbólico. En el ascensor mi móvil tenía cobertura y 3G. Mientras esperaba a que llegara el técnico del ascensor para rescatarme, me he metido en Twitter. He mirado unos cuantos tuits y no me he sentido mejor. La prima de riesgo, Cataluña, Carrillo... ¿Y qué? Estoy conectado con el planeta entero pero no puedo salir de aquí. Un metro cuadrado. Planchas metálicas. El techo muy bajo. Esta mierda no me sirve. A los pocos minutos ha bajado mi padre hasta el lugar en el que me encontraba bloqueado y hemos empezado a hablar. Oír su voz y hablarme directamente a mí ya me ha tranquilizado mucho más. Tengo 35 años pero me he sentido como un crío pequeño.

Quedarse encerrado en el ascensor no es cruzar a nado el Canal de la Mancha ni escalar el K2, ni duele igual que si te sacan una muela, pero tampoco es plato de buen gusto. Hay personas con claustrofobia que lo pasan realmente mal. Algunos directamente no se exponen a la posibilidad. No suben en ascensor. Es la segunda vez que me pasa a mí. La anterior fue en 1995, en Valencia, cuando estudiaba Bellas Artes, y no recordaba lo agobiante que es. Hoy, además de pensar en todas estas cosas que he contado aquí, también me he acelerado dándole vueltas a la cabeza: imagínate que pega un chispazo y se quema el ascensor, y me pilla aquí dentro; imagínate que se acaba el aire, porque estás respirando muy deprisa; imagínate que el técnico que venga no consigue arreglarlo, que no da con la tecla; imagínate que le escuchas refunfuñar porque no logra sacarte, que resopla y que después de un buen rato te dice: "no puedo arreglarlo, tengo que llamar a mi empresa"; imagínate que tienes que quedarte aquí una hora, dos horas... Y además, sudando, porque allí empezaba a hacer calor. Teniendo Internet en el móvil, incluso he pensado en meterme en Google y buscar noticias relacionadas, estadísticas de encierros y problemas con ascensores. Me he acojonado por lo que pudiera encontrar y he seguido hablando con mi padre.

Una vez que el técnico ha llegado -a los 30 minutos de haber llamado a la compañía de ascensores- y se ha puesto delante del ascensor, ha tardado dos segundos en abrir la puerta y sacarme. Medio en broma, medio en serio, le he dicho: "me he alegrado mucho de verte, de verdad". Él se ha reído y me ha contestado: "y a mí también". Ale, Perico, ya puedes echar a correr como todos los mediodías, aún con menos tiempo que de costumbre pero, eso sí, más contento. Paradojas te da la vida y no te las cobra en dinero.

martes, 11 de septiembre de 2012

Pepín y Antonia (y III)


En el apartamento de mi tía Antonia hay fotografías en portarretratos -no demasiadas-, y también un pequeño álbum. Pequeños retales: algún evento o comida familiar, abrazos, sonrisas… Momentos enmarcados. La verdad es que cuando decidí buscar a la rama francesa de mi familia, además de ver qué tal estaban, lo que quería era conocer algo más de la vida de Pepín y Antonia. Y no ha hecho falta que le pregunte de forma expresa a mi tía: una vez intercambiamos información actual de unos y de otros, y haciendo gala de una memoria fotográfica, ella misma comienza a relatar los avatares de su propia existencia, pero, sobre todo, de la de mi tío Pepín. Reconoce que su marido no tenía cultura porque no había podido estudiar. Agita la cabeza al admitir que era muy tozudo, y que cuando se enfadaba, tenía muy mal genio, pero asiente al recordar que eso siempre se quedaba en nada, y que era muy buena persona y muy trabajador. Mi tía y mis primos sentían una gran ternura y compasión por Pepín porque sabían lo mucho que había sufrido. Eso sí, a pesar de los sufrimientos de su niñez y de su juventud, del exilio, la guerra y el hambre, mi tía también afirma que, junto a ella, Pepín pasó 58 años muy buenos. Eso es algo más que un consuelo. Hablando con Antonia compruebo algo que mi tío Pepín debía saber perfectamente, y que seguro que agradeció a la vida en muchas ocasiones: la gran suerte que tuvo al encontrarla.

En 1980, cuando Pepín vino por primera vez a España después de 42 años, toda la familia fue a recibirlo a la Estación del Carmen. Y cuando digo “toda”, me refiero a un montón de gente, claro –mi padre es el menor de catorce hermanos-. Yo era muy pequeñajo y seguramente también estuve allí. Tal era la algarabía y el escándalo que liamos por el retorno de Pepín, que mi madre le dijo a una de mis tías: “deberíamos llamar a la prensa para que vengan y lo cuenten”. Mi tía se horrorizó, porque tan sólo hacía cinco años que el dictador había desaparecido y todavía tenía el miedo metido en el cuerpo –hasta el final tuvo miedo a compartir sus pensamientos políticos, por si acaso, y eso que murió hace poco-. Lo cierto es que aquello era un acontecimiento digno de contar más allá del interés particular, pero seguro que al propio Pepín tampoco le habría gustado. No le gustaba el escándalo ni los gritos, lo sé de primera mano: en 1988, mi tío y yo vimos por televisión el España-Yugoslavia de la Eurocopa, aquel partido en el que Míchel, que formaba la barrera, se agachó en un disparo directo de falta que acabó en gol de los balcánicos. Mi tío me mandaba bajar la voz constantemente; no quería que me exaltara demasiado. Ahora lo entiendo: escuchar bombas y disparos debe alterar para siempre el oído y la calma.

Antonia me cuenta los últimos años de Pepín. Estaba ya muy delicado de salud cuando recibió su condecoración. Fue en el año 2000, en el mismo pueblo donde vivían. Hasta allí se desplazó una delegación de militares para rendir homenaje a mi tío y a otro excombatiente. Pepín se había caído el día antes y estuvieron a punto de acabar en el hospital y perderse el acto. Por fortuna, asistieron al homenaje y fue muy emotivo. Le dieron una medalla y un diploma, y reconocieron los servicios prestados por mi tío al ejército de la República Francesa. Mientras mi tía relata el hecho, pienso en España, en cómo somos. Pienso en cómo nos gusta alardear de españolidad, aunque aún no se haya reconocido a los que lucharon y cayeron en defensa de nuestra democracia. Pienso en todos aquellos que aún siguen bajo tierra, en el olvido. Una pena. Francia, en cambio, reconoció a Pepín, y cuando murió en 2003, volvieron a arroparle. Antonia me cuenta que no quiso quedarse con la medalla de mi tío, que decidió ponérsela en el traje. Un militar la felicitó por su decisión y admiró el gesto, pero a mi tía no le costó ningún esfuerzo: “¿cómo me la voy a quedar, si es suya?”. Según mi tía, Pepín estaba muy orgulloso de aquella medalla y tenía que llevársela. Envolvieron su ataúd con la bandera de Francia y cantaron. Ahora reposa allí donde vivió la mayor parte de su vida, pero, tal y como me cuenta mi primo, lo hace contemplando los Pirineos. Fue algo pensado: Pepín quería mirar hacia España.



Antes de acabar nuestras vacaciones en el sur de Francia, mi mujer y yo volvemos a ver a mi tía para despedirnos, y a la reunión se une mi primo. Hablamos de la familia, de política, de economía, de deportes… Hablamos de todo un poco y volvemos a hablar de Pepín. Mi primo nos cuenta que suele ir al cementerio y que esa misma mañana le ha contado a su padre que iba a vernos. A mi tío le habría gustado mucho saber que hemos compartido un rato en familia. Mi tía Antonia lo confirma: a pesar de la distancia, Pepín quería que el contacto con España y con su familia no se perdiera, que no se evaporara del todo. Mi tío solía contar un sueño: soñaba que era una paloma y que volaba, y que volando sobre limoneros y naranjos llegaba hasta Murcia, hasta la huerta, y que atravesaba el camino que acababa en su casa, y que volvía con sus padres y sus hermanos. Escuché ese sueño en 1988, y de nuevo, desde la mirada simple de niño, me pregunté, ¿Por qué no vuelve? Entonces no lo entendí, pero ahora lo entiendo: Pepín debía estar donde estaban su mujer y sus hijos en el momento presente. Y eso no quería decir que la Murcia de los años 30 ya no existiera. Seguía existiendo, porque él la mantenía viva en su memoria.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Pepín y Antonia (II)


La primera vez que salí de España, a punto de cumplir los once años de edad, fue para visitar a mis tíos de Carcassonne. Yo ya había escuchado algunas cosas de aquel hermano de mi padre y de su atareada vida, pero durante ese viaje supe de unas cuantas peripecias más. Al verle en persona, lo primero que me sorprendió fue el enorme parecido físico entre mi tío, mi padre y el resto de sus hermanos. Y luego me chocó mucho escucharle hablar español con acento francés mezclado con el deje murciano. Mi tío jamás aprendió francés; no sintió la necesidad. Trabajaba en el campo rodeado de emigrantes españoles o de otros países, y se casó con una española que hablaba perfectamente español y francés. Iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Según mi primo, cuando se cabreaba mezclaba los dos idiomas de manera indescifrable, pero su incursión en la lengua de Francia no pasó de algunos tacos e interjecciones. Aprendió lo más divertido y así se quedó.

En 1988, en su casa de piedra y madera de un pequeño pueblecito cercano a Carcassonne, mi tío me contó que un día, durante la Segunda Guerra Mundial, se quedó sin arma y sin munición, y que se topó de bruces con un nazi. El militar alemán hizo lo normal: le apuntó con su arma. Mi tío levantó las manos y comenzó a gritarle que no le matara. También soltó algunos insultos, y todo en español, claro. El nazi, confuso, bajó el arma y se marchó corriendo, probablemente porque pensó que no tenía nada en contra de aquella extraña persona que le gritaba en un idioma extraño. Los que inician las guerras desde cómodos despachos no suelen sufrir las consecuencias, y la mayoría de los que combaten en ellas lo hacen porque no tienen más remedio. Quizá unos pocos lleguen a creerse los motivos por los cuales los psicópatas de arriba justifican matar a otras personas; quizá unos pocos hagan suyos los argumentos de los líderes que provocan la guerra, y les cieguen hasta el punto de acabar con la vida del adversario cara a cara. Sin embargo, creo que una inmensa mayoría son incapaces de asesinar de ese modo, y si matan, es disparando desde la trinchera hacia lo lejos, hacia ese concepto abstracto que llaman “enemigo”; sin apuntar a nadie en concreto. Disparan al concepto porque el concepto les dispara a ellos.

En el verano de 2012, mi tía Antonia me contó que la primera vez que vio a Pepín fue la primavera de 1945, en las fotografías que le enseñó su hermano. Mi tío tuvo la suerte de no morir en la guerra y, además, de conocer a su futuro cuñado: ambos, junto al amigo Juan Portillo, fueron capturados por los nazis y encerrados en un campo de prisioneros en Alemania. En los últimos meses del conflicto, los nazis dejaron libre al hermano de mi tía porque estaba herido, y de ese modo pudo reunirse con su familia en Francia. Allí le enseñó a Antonia la cara del que habría de convertirse en padre de sus hijos. Poco después, el ejército soviético entró en el campo de prisioneros y los liberó a todos. Sobre el episodio de la liberación, recuerdo perfectamente el gesto torcido de Pepín mientras contaba esa parte de la historia. Sacudía la cabeza y admitía que hubo excesos. Desde mi perspectiva simplista de niño de diez años, influido por las películas de acción americanas propias de la guerra fría donde sólo hay buenos y malos, yo no entendía a mi tío: “¡Pero si lo liberaron! ¿Cómo puede decir eso?”. Ahora lo entiendo. Existen los matices. Los soldados libertadores llegaron arrasando, y mi tío, que era buena persona, no podía aprobarlo. Los soviéticos también llevaban meses, años de lucha y de escenas violentas, y es posible que hubieran perdido amigos y familiares a manos del enemigo… Eso es la guerra. La violencia engendra violencia.

Cuando Pepín y Juan Portillo fueron liberados por el ejército soviético, llegaron a Francia. Allí les preguntaron por su domicilio, pero... ¿Qué domicilio? ¡Si no tenían casa ni lugar donde caerse muertos! Entonces pensaron en el amigo herido, aquel que fue liberado unos meses antes, y allá que se fueron a su encuentro. Poco tiempo después de conocer a mi tía Antonia –ella recuerda perfectamente el día, el 24 de abril de 1945-, decidieron casarse. Y al poner en común sus vidas, Antonia convenció a Pepín para que se pusiera en contacto con su familia española: habían transcurrido siete años desde su marcha forzada; siete años sin noticias. La familia no sabía nada de él y quizá ya lo daban por muerto. Él sentía horror por la posibilidad de que el régimen franquista lo localizara y le hiciera regresar. Sin embargo, mi tía no concebía esa situación. “Tu madre y tus hermanos deben saber de ti, tienes que escribirles”. La idea fue sencilla: Pepín dictó la primera carta, mi tía Antonia la firmó y la misiva llevó las buenas noticias hasta el otro lado de los Pirineos; hasta la huerta de Murcia, aquella tierra que mi tío siempre añoró (Continuará).

A esta entrada le pongo final musical, la famosa "Querida Milagros" de El Último de la Fila, alegato en contra de la guerra basado en el amor de dos personas separadas por la violencia.

"No estaría de más que alguien me explicara qué tiene esto que ver contigo y conmigo".

(Las citas y las imágenes son cosa del creador del vídeo, ¿eh? Pero vamos, la mayoría no están mal).


miércoles, 29 de agosto de 2012

Juguetes rotos. Del poder y la prensa


Los niños pequeños no tienen maldad, porque no saben diferenciar el bien del mal. Son como lienzos en blanco y, a la vez, tienen los pinceles y prueban trazos de manera instintiva. Aunque a los mayores nos gustaría pintarlos a nuestro antojo, nos resulta imposible. Lo que sí podemos –y debemos- hacer es guiarles la mano, enseñarles a mezclar los colores, darles unas nociones básicas de arte. Pasado el momento ya no admitirán más consejos y serán libres para equivocarse, para rectificar y para buscar su estilo.

Nuestros gobernantes se han portado como niños pequeños durante mucho tiempo, y lo peor es que no han tenido a nadie que los guíe y los controle. Quizá por una educación deficiente, por un estado prematuro (aún-no-maduro) y por el efecto idiotizador que le supongo al poder, han hecho y deshecho sin importarles lo más mínimo las consecuencias; sin tener en cuenta a la sociedad a la que se deben. Han sido caprichosos y egoístas. Han sucumbido a los traficantes de traje y corbata, que les prometieron mucho dinero para gastarlo en juguetes y en caramelos a cambio de dios sabe qué favores. Han obrado como si la fuente de la que manaba ese dinero no fuera a secarse nunca. No han pensado en el futuro porque ese concepto es demasiado abstracto, demasiado lejano.

Manipular al que controla, tenerlo bajo control, es uno de esos trazos instintivos y sin maldad que prueban los niños pequeños, y desde que en el siglo XVIII Edmund Burke bautizara a la prensa como el cuarto poder, los gobernantes han sentido la misma necesidad: la de manipular a la prensa para hacerle creer que todo lo que hacen está bien, en lugar de asumir la responsabilidad de obrar correctamente y con transparencia. Tal y como afirma Iñaki Gabilondo en su libro “El fin de una época”, los ciudadanos no tienen tiempo de ejercer el control directo y permanente sobre el poder, y por eso delegan la labor en el periodismo mientras ellos trabajan, van al cine o duermen. Para la tarea de observar y controlar la acción del poder, y para contarle después a la ciudadanía qué tal se portan los administradores de la cosa pública, la prensa debe ser cien por cien independiente. Pero, ¡amigo! Eso es muy difícil.

En los últimos años de capitalismo desenfrenado, el poder compró a la prensa y algunos medios se convirtieron en juguetes en manos de niños pequeños y malcriados. Se crearon televisiones y radios -públicas y privadas- para mayor loa del gobernante –o del empresario- de turno, sobredimensionadas como los monumentos colosales que tanto gustan a los dictadores. Con ellas el poder se hizo publicidad y devolvió favores. Y encima gestionó mal, y ahora esa mala gestión se ha transformado en dos caminos: el que toman los que salen con los bolsillos llenos, y el que toman los profesionales que han perdido su empleo, y que dieron lo mejor de sí en una condiciones difíciles. Ellos, los periodistas, son los que pagan los excesos del poder que se ha portado como un niño pequeño, pero a diferencia del niño, el poder no es inocente. El poder sabe distinguir el bien del mal y obra a conciencia.

En el libro antes citado, Iñaki Gabilondo afirma que el mayor enemigo de la libertad de expresión es el paro. Ese es el recurso principal que usa el poder para amordazar al periodismo, porque en el momento en el que tienes que vigilar al que te da de comer, la cosa se complica. Por eso, creo que al periodismo lo van a salvar los periodistas de a pie, los que ya no tienen un trabajo que perder. Y quizá también los que sí.

martes, 28 de agosto de 2012

Pepín y Antonia (I)


La carretera que lleva a Saissac discurre por entre los viñedos del Languedoc, salpicados de cuando en cuando por pequeños campos de girasoles. El paisaje es verde y tranquilo incluso en verano, y el pueblo, que se monta sobre una colina, permanece parapetado tras las ruinas de su castillo. A las afueras del caserío hay una residencia de la tercera edad, y allí, en un salón luminoso y amplio, varias decenas de ancianos se disponen a comer. Mientras atravieso las mesas buscando a mi tía Antonia, no tengo duda de que la reconoceré al instante. En efecto. Al ver cómo me aproximo decidido, me mira con extrañeza y me saluda: “Bon jour”. Yo le respondo: “Hola tía Antonia, ¿te acuerdas de mí?”. Por si acaso, me apresuro a decir mi nombre, pero justo después queda claro que no hacía falta. En español me dice que sí, que yo era pequeño cuando estuve en su casa: “en 1988, y tenías once años, ¿verdad?”. Hoy mi tía tiene 94, y señalar que conserva una mente lúcida implicaría admitir que, aunque sea poco, ha perdido algo de agilidad mental. Incorrecto. No es que tenga la mente lúcida, es que su mente es la misma que hace 24 años. Y eso, admite, a veces le produce dolor: por un lado, porque su cuerpo se va quedando atrás y no le responde como antes; y por otro, porque conserva demasiado vivo el recuerdo y no para de pensar. En ese momento hablamos poco; la situación no es propicia a la hora de la comida y en mitad del comedor –no son ni las doce del mediodía, ojo, pero no consideré el diferente ritmo de vida-. Le digo que volveré a visitarla otro día y ella asiente: “sí, así podremos hablar más tranquilos”. Saluda a mi mujer y a mis hijas y las piropea. De hecho, las niñas no han dejado de recibir dulces piropos en francés desde que hemos entrado en el edificio.

La residencia parece muy agradable y el color verde de los jardines entra por sus ventanas, que son muchas. Mi tía tiene un apartamento con su baño, su cama y una pequeña salita con cocina y televisión. Por fuera, una tablilla clavada en la puerta informa sobre la ocupante: “Madame Serrano”. Cuando vuelvo a verla está más relajada. Ya no se lleva el pasmo de la otra vez, supongo, porque un choque así y sin avisar debió dejarla un poco alucinada. Antes de tomar asiento, miro las fotos y me detengo en un cuadro que cuelga de la pared: se trata de la condecoración que recibió mi tío, José Serrano, de la Unión Federal de Asociaciones Francesas de Antiguos Combatientes y Víctimas de Guerra, en el año 2000. Mi tía me cuenta que, para mi tío, aquel día fue muy emocionante y que hasta su muerte conservó la medalla que le dieron con mucho orgullo. Normal. Volveré sobre eso más adelante. Mi tía pregunta por mis padres y por mis hermanos, y yo le pregunto por mis primos. Luego le explico la razón de haber ido a parar allí, a Carcassonne, tantos años después. Le cuento lo de los aviones, lo del fresco y lo del francés, y le digo que al pensar en Carcassonne también pensé en contactar con la familia. Así, poco a poco, comenzamos a hablar de mi tío Pepín y del comienzo de su aventura. “Aventura”, dicho sin las connotaciones turístico-deportivas que la palabra pueda tener en la actualidad. Hablamos de aquel chaval que no pudo estudiar, por supuesto, que trabajaba la huerta y que se marchó a combatir en la Guerra Civil Española.

Mi tía nació en Santiago de la Espada, pero ella y su familia emigraron a Francia mucho antes del conflicto bélico, cuando tenía tres años de edad y de manera más o menos voluntaria –de esto no hablamos, pero imagino que fue por buscarse el sustento-. Por su parte, mi tío Pepín luchó en defensa del gobierno de España y fue a parar a uno de los frentes más importantes, el de Cataluña. Entre 1938 y los inicios de 1939, las tropas franquistas, ayudadas por Hitler y Mussolini, rodearon y tomaron aquel territorio. No se sabe de qué forma ni en qué momento, Pepín fue apresado y encerrado en una cárcel de Barcelona, pero entre varios reclusos formaron un motín y lograron escapar. Él y un amigo suyo llamado Juan Portillo, junto a muchos miles de españoles más –militares y civiles, niños incluidos- atravesaron el Pirineo para llegar a Francia, donde no les aguardaba un hotel de cinco estrellas precisamente: la frontera se convirtió en un problema para el país vecino, que tuvo que crear campos de refugiados para acoger a la multitud. No se sabe cómo, Pepín y su amigo Portillo pudieron abrirse camino hacia el interior, no sin antes deshacerse de cualquier papel que los identificara como españoles. El temor a que se les devolviera a España y, con ello, a una muerte segura, era grande y fundado; sobre todo cuando antes de acabar oficialmente la guerra, Francia y otros países ya habían reconocido diplomáticamente al nuevo gobierno militar surgido en nuestro país. Sin embargo, la historia quiso que justo al terminar un conflicto, empezara otro: Pepín y su amigo tuvieron que combatir en la Segunda Guerra Mundial, en las filas francesas, contra el ejército al que ya habían combatido en defensa de España, el de la Alemania nazi. Asusta verlo en las películas y asuntan sólo las palabras; no quiero ni imaginar cómo debió ser la experiencia de vivir algo así en la realidad.

(Continuará en una próxima entrada).

miércoles, 22 de agosto de 2012

Carcassonne


Mi padre es el menor de catorce hermanos, y desde la lógica que impone la naturaleza, sería imposible que sus padres estuvieran vivos hoy en día porque superarían ampliamente un siglo de edad. Mi abuela paterna –“la abuelita de la huerta”- murió antes de mi nacimiento, y mi abuelo dejó huérfanos a sus hijos y viuda a su mujer mucho antes, en 1940, a una edad temprana y tras sufrir cárcel. Huelga decir que no había causado daño alguno, sólo el que pueda derivarse de pensar libremente. La muerte de mi abuelo no fue la única desgracia que sacudió a la familia: uno de los hermanos, Pepín, tuvo que marcharse a la guerra en 1938 y no se supo nada de él durante siete años. En 1945 llegó su carta, cuando ya se le daba por muerto, mientras la casa salía adelante y esquivaba al hambre con dificultad y con mucho trabajo. En esa familia todos pasaron lo suyo, del primero al último. Y así fueron las cosas, aunque la moral de algunos sea capaz de tolerar, olvidar y hasta de tapar el drama que sufrió una gran parte de españoles durante el siglo pasado. Desde nuestra perspectiva cuesta mucho imaginar un panorama semejante, pero el caso es que esa era, y no otra, la realidad de muchas personas en aquellos tiempos. Mi familia también es grande –yo soy el menor de seis hermanos-, y todos hemos crecido en un ambiente de pre-democracia y de democracia plena. Nos hemos enfrentado a otro tipo de problemas, a los que en ocasiones te enfrenta la vida, pero no hemos tenido que lidiar con el hambre, ni con la ausencia de libertad, ni de educación, ni de sanidad. El ambiente en mi casa, en lo tocante a política, siempre fue animado y abierto, crítico y respetuoso con todas las ideas, pero como puede intuirse, de tendencia progresista.

El árbol que plantó mi abuelo hace ya 100 años, en la tierra que cultivó, sigue en pie a pesar de todo.

La historia de mi abuelo, aunque triste, sirvió en cierto modo para reafirmar convicciones que, por otro lado, no son exclusivas de ningún partido político ni de nadie en concreto; deben ser patrimonio de todos, sin lugar para la ambigüedad: la democracia, el respeto a las ideas de los demás, la solidaridad… Dentro de todas las penurias de la Guerra Civil y de la postguerra, la vida de mi tío Pepín ejerció el mismo efecto que la de mi abuelo. Se sumaron y, para mí, desde crío, eran motivo de orgullo. Sólo vi a mi tío Pepín dos veces; bueno, de la primera no recuerdo nada: fue en 1980, cuando regresó a España por primera vez tras su huida -yo tenía tres años-. La segunda vez se produjo en el verano de 1988, cuando fui con mis padres a visitarlo a su casa de Villalier, un pueblecito cercano a Carcassonne, en el sur de Francia. A la manera de pequeñas píldoras, con retales que me contaban mis padres y que me contó él mismo, poco a poco me enteré de lo que tuvo que superar el tío Pepín para llegar hasta allí, hasta su acogedora casa francesa. Me quedaba con la boca abierta al conocer los detalles de su historia porque sonaban como el argumento de una película. Era así, una película, pero de verdad; sin cámaras ni kétchup, ni actores disfrazados del ejército nazi. En aquel viaje conocí a mi tía Antonia, su mujer, también española, y a mis primos Christian y María José. Pasamos unos días muy agradables, entrañables.

En este verano de 2012, catorce años después, he vuelto a Carcassonne. Cuando nos pusimos a pensar en el destino de nuestras vacaciones estivales, mi mujer y yo consideramos varias opciones. A mí, la verdad, no me apetecía nada frecuentar aeropuertos y volver a coger aviones con las dos niñas, y después de dos veranos estupendos en Londres, propuse desplazarnos hasta un lugar más tranquilo, fresco y que estuviera a “distancia-coche”. Por otro lado, mi mujer quería practicar su francés, y la suma de sus requerimientos y de los míos produjo en mi mente el nombre de Carcassonne: 870 kilómetros, tranquilo, fresco y francés. En mi ánimo había una idea más, surgida en el mismo momento en el que fijamos destino: contactar con la familia, con lo que hubiera de ella. La comunicación había sido casi, casi nula desde 1988. Supimos de la muerte de mi tío Pepín en 2003, y a su vez, ellos supieron de una triste pérdida a este lado de la frontera, pero nada más. Al menos en los últimos nueve años no se había producido ningún contacto. No sabíamos si mi tía Antonia seguía con vida, ni en qué andaban metidos mis primos. Por los muchos asuntos que llevamos entre manos mi mujer y yo, la organización del viaje se pospuso hasta la semana antes de partir y, sorprendentemente, pudimos resolverlo todo con éxito y alquilar una casa para dos semanas. Sin tiempo para más pero con la esperanza de que mis hijas lo pasaran bien, de que mi mujer practicara mucho francés, y de poder recuperar parte de la memoria de mi tío, nos pusimos en ruta. Y de lo que allí vivimos daré cuenta en una próxima entrada de este blog.

jueves, 9 de agosto de 2012

La ciudad que perdió la memoria

Murcia relega a un lugar secundario a algunos de los personajes más importantes de su historia

Los protagonistas de la conquista cristiana del siglo XIII y los del barroco murciano han tenido mejor suerte que los del periodo andalusí

El saber popular afirma sin matices que nadie es profeta en su tierra, pero si se desciende a la particularidad, al caso concreto, resulta fácil comprobar que todo depende del profeta y de la tierra. Así, algunos personajes tuvieron la fortuna de calar en la sociedad que les vio nacer y pasaron a formar parte de la memoria colectiva con monumentos, calles o plazas a su nombre; otros, por motivos que van desde la revisión de la historia a la rivalidad política, fueron borrados, silenciados o, en el mejor de los casos, apartados a un espacio marginal y semiclandestino; al patio trasero de la urbe. En Murcia existen ejemplos para todos los gustos: desde el recuerdo merecido y unánime hasta el homenaje partidista o difícilmente explicable, pasando por sonoras cuentas pendientes que siguen sin saldarse.

¿Referentes urbanos o muestras de identidad?
La ciudad, escenario de nuestros quehaceres diarios, se extiende por avenidas, calles y plazas y ofrece referentes que nos ayudan a situarnos: con sus nombres sobre un plano, una persona puede saber en qué ciudad está, y dentro de ella, saber exactamente dónde se encuentra y hacia dónde dirige sus pasos. Para un murciano, la Plaza Circular, la avenida Ronda Norte o la Ronda Sur son herramientas cotidianas, pero para un visitante son la primera fuente de información sobre la identidad y el pasado de Murcia. Y en los tres ejemplos citados sólo se puede intuir que los murcianos conocen las formas geométricas y los puntos cardinales. La Murcia neutral, geométrica y despersonalizada se ve reflejada en la mayoría de sus principales ejes viarios: a esos ejemplos se unen los de Ronda Oeste y Ronda de Levante, que junto a la Avenida Primero de Mayo conforman el primer cinturón en torno al centro urbano.

Gran Vía del Escultor Salzillo o, simplemente, Gran Vía. El centro histórico cortado a cuchillo.

La avenida más importante del núcleo de la ciudad -la más comercial y transitada- recibe el nombre de Gran Vía del Escultor Salzillo, homenaje al insigne artista murciano del siglo XVIII, pero todo el mundo se refiere a ella como Gran Vía por una cuestión de economía lingüística. Abierta a fuerza de barreno y explosivo a finales de los años cincuenta del siglo pasado, dicha avenida destruyó parte del casco antiguo y provocó el derribo de los baños árabes de la calle Madre de Dios, declarados Monumento Nacional por la Ley del Patrimonio de 1931. Otros ejes básicos para el tráfico y el comercio de Murcia son la avenida General Primo de Rivera -golpista nacido en Jerez que instauró una dictadura en 1923-, las de la Constitución y la Libertad -que recibieron su nuevo nombre en la transición democrática-, o la Gran Vía de Alfonso X el Sabio, que en este caso sí ha tenido la suerte de popularizarse con el nombre del rey que anexionó Murcia a Castilla en el siglo XIII, al existir ya una Gran Via en la ciudad.

La avenida de la Fama, la calle Floridablanca -condado del murciano José Moñino, quien ocupó cargos relevantes en el gobierno de Carlos III- o la avenida del Infante Don Juan Manuel -toledano y sobrino de Alfonso X- también reciben un animado trasiego diario. Y en este breve repaso a algunos de los ejes de la ciudad, tampoco podemos olvidar calles como las de Jaime I el Conquistador -otro personaje de la conquista cristiana-, Gutiérrez Mellado -militar que luchó en el bando franquista durante la Guerra Civil Española, pero que colaboró decisivamente en la transición a favor de la democracia y se mantuvo firme ante el golpista Tejero- o Antonete Gálvez -el revolucionario murciano del siglo XIX, nacido en Torreagüera y ligado a la lucha cantonal-. En Murcia existe además la costumbre de dividir la misma calle en varios tramos con distintos nombres, lo que dificulta su identificación: así, Correos es el nombre unitario que le dan los murcianos a las calles de Alejandro Séiquer -pintor murciano de mediados del siglo XIX-, Isidoro de la Cierva -político y ministro murciano de finales del XIX y principios del XX-, Pintor Villacis -artista murciano del siglo XVII- y Ceballos. Lo mismo sucede con las calles de San Andrés, García Alix -político y ministro murciano, contemporáneo de Isidoro de la Cierva- y Juan de la Cierva -el inventor del autogiro-, que dividen una misma calle a la que muchas veces se conoce como de San Andrés de lado a lado.

El casco antiguo de Murcia -o lo que quedó de él tras el desarrollismo constructivo de mediados del siglo XX- conserva en buena medida el trazado del callejero medieval y ofrece referentes más apegados a la historia de la ciudad, como la ubicación de sus gremios -Trapería, Platería, Jabonerías...-, o la de sus antiguos conventos derribados -Santa Isabel, La Merced, la Trinidad, San Antonio...-. Sin embargo, también han tenido hueco algunos homenajes recientes tributados por ayuntamiento, como la plaza del periodista Jaime Campmany -vehemente defensor del régimen franquista desde las páginas del diario Arriba- junto a la Catedral. De las 1200 calles registradas en el plano del centro de Murcia, cerca de 140 -la mayoría de especial relevancia- están dedicadas a personajes y eventos religiosos, aunque las nuevas avenidas en las zonas de expansión de la ciudad reciben los nombres de los miembros de la Casa Real, con Juan Carlos I y Juan de Borbón como ejes principales. La sustitución del nombre de Isaac Peral, ingeniero cartagenero que construyó el primer submarino militar útil, por el del Conde de Barcelona, estuvo rodeada de polémica. Ahora Peral da nombre a un parque que, sin embargo, todo el mundo conoce como "jardín de las tres copas" por la fuente que preside ese espacio verde.

Monumento a Abderramán II, emir de Córdoba y fundador de Murcia en el siglo IX, rodeado de obstáculos.

Las cuentas pendientes
El homenaje de Murcia a los personajes relacionados con su fundación y el periodo andalusí se ha visto superado por el de los protagonistas de la conquista cristiana y los del gran siglo XVIII murciano: Alfonso X el Sabio cuenta con un monumento en la avenida del mismo nombre; el conde de Floridablanca tiene el suyo en el barrio del Carmen; el Cardenal Belluga preside la Glorieta junto al ayuntamiento y el Palacio Episcopal; y el busto dedicado a Francisco Salzillo, aunque de estética criticada, sigue elevándose en la plaza de Santa Eulalia. Juan de la Cierva, murciano e inventor del autogiro -precendente del helicóptero-, tiene un monumento algo alejado de la vista pública frente al Palacio de Justicia, y a su abuelo Ricardo Codorniú, que repobló Sierra Espuña y El Valle a finales del siglo XIX, se le dedicó un busto bajo el ficus de Santo Domingo en 1930. Hace pocos meses se inauguró cerca del Teatro Romea la escultura que inmortaliza al actor Paco Rabal como Zacarías, el personaje de Delibes. Peor suerte ha corrido Abderramán II, emir cordobés y fundador de Murcia en el año 825, cuya calle, pequeña y secundaria, pocos conocen, y cuyo monumento fue colocado en un lugar de difícil visión en la Plaza de la Cruz Roja. Por su parte el místico Abenarabi, nacido en 1165 y de fama internacional, tiene una avenida de cierta importancia pero no se le ha dedicado monumento. Y el rey que llevó a Murcia a su máximo esplendor en el siglo XII, Ibn Mardanix, aún no tiene monumento, y su calle bajo el apodo de Rey Lobo, pequeña y en un barrio alejado del centro histórico, no se corresponde con la importancia del personaje. Así es como respira una ciudad sin memoria.

La política y la historia en el proceso de nombrar calles
Tradicionalmente se admite que la historia la escriben los poderosos y los vencedores. Y en la actualidad, una de las formas de comprobarlo es conocer el proceso que se sigue para poner nombre a las calles de una ciudad. En el caso de Murcia, el procedimiento es así: el Instituto Nacional de Estadística remite anualmente al ayuntamiento un listado con las nuevas vías que se incorporan al mapa urbano. Tanto esas calles sin nombre que hay que bautizar, como la posible modificación de nomenclatura en calles ya existentes, se ponen sobre la mesa de una Comisión Municipal formada por todos los grupos políticos del consistorio -según su peso electoral- que se encarga de proponer nombres. La Comisión cuenta con el asesoramiento del grupo de Notables de la Región de Murcia, integrado por académicos, historiadores y cronistas oficiales de los municipios murcianos.

Una vez se acuerdan las propuestas, éstas se envían para su debate y aprobación al Pleno municipal, donde basta obtener la mayoría simple en su votación. De ese modo el partido en el poder -el PP rige el ayuntamiento de Murcia desde 1995- puede nombrar calles y plazas o cambiar los nombres existentes sin excesivos problemas. Existe otro cauce para las pedanías -poblaciones dependientes del ayuntamiento de la capital-, que se inicia con las propuestas recogidas por las Juntas Vecinales de cada una de ellas, que posteriormente pasan a la Comisión Municipal y, de ahí, al Pleno. En esos casos, los nombres suelen hacer referencia a los personajes ligados a la historia de esas poblaciones, a los apodos tradicionales de las familias, a sus usos y costumbres o a lugares clave, como el nombre de una acequia, un palacete o un molino. Al final todo depende del grado de objetividad del gobernante de turno y, sobre todo, del sentido de responsabilidad colectiva y de su compromiso con la historia.

jueves, 2 de agosto de 2012

Luis Carandell: el periodismo humanista (y II)

En esta segunda parte del trabajo que dediqué a Luis Carandell, repasamos su etapa como cronista parlamentario, la consolidación de su carrera y su faceta como comentarista, tertuliano y contador de anécdotas. Siempre con la palabra exacta, con el verbo adecuado y con el ingenio a punto, así hablaba Carandell. Lúcido y humilde, es un ejemplo a seguir en esta selva del periodismo.





La transición, el periodismo parlamentario y los años 80

     Una vez muerto Franco, los acontecimientos políticos se fueron acelerando y no hubo tanto tiempo para el humor. Tras haber colaborado en “Cuadernos para el diálogo”, en 1978 entró a formar parte de uno de los periódicos esenciales durante la transición democrática en España, Diario 16, y comenzó su fructífera etapa de cronista parlamentario. En dicho ámbito llegó a ser muy valorado como fino observador de las sesiones del Congreso y, de hecho, después de su muerte se creó un premio con su nombre, el Premio Luis Carandell al Periodismo Parlamentario, que otorga el Senado. Entre los galardonados podemos señalar a Labordeta y, este mismo año 2011, a Iñaki Gabilondo.


     Ya en 1982 y de la mano del Jefe de Informativos de Televisión Española, José Luis Balbín, Carandell empezó a presentar un programa sobre las sesiones del Congreso. Carandell lo explicó así: "Lo que intenté fue conectar el parlamentarismo español de ese momento con el parlamentarismo español antiguo de las Cortes de Cádiz, porque había muchos televidentes que no sabían que la democracia y el parlamentarismo no eran una cosa inventada entonces, sino que tenía raíces que venían de 1810. Hay que pensar que España es el tercer país del mundo que hace una constitución liberal, tras Estados Unidos y Francia. Era muy importante resucitar el anecdotario de las cortes que va desde 1810 hasta 1936”. La brillantez de su planteamiento residió en despreciar a la dictadura demostrando que España era un concepto mucho más amplio que el que impuso el franquismo, y que los cuarenta años de represión habían sido un triste paréntesis en la trayectoria de un país con serios intentos de consolidar la democracia. Esa labor de Carandell se plasmó en los libros “El show de sus señorías” y “Se abre la sesión”, lo que en opinión del periodista, “significó dar el pulso humano y el ingenio de los parlamentarios españoles”. Sin embargo, en sus últimos años se lamentó de que los políticos españoles hubiesen perdido la capacidad de la oratoria: “Ya no hablan, leen”.

     Ya metido en asuntos “serios”, aunque sin perder la mirada despierta y el sentido del humor, Luis Carandell presentó el Telediario del fin de semana entre 1985 y 1987, y llegó a iniciar una edición con unos versos de Lope de Vega, y a acabar otra edición con unos versos de Víctor Hugo. Por entonces, el periodista tenía más que ganada la credibilidad de los españoles. Él mismo contó la siguiente anécdota: "Cuando hacía el telediario se me acercó una señora y me preguntó: "Señor Carandell, ¿qué tiempo le parece que va a hacer este fin de semana? Es que si usted me lo dice me quedo más tranquila"”. En 1987, Luis Carandell presentó un programa puramente cultural en TVE, “La hora del lector”, y en 1989 volvió a la prensa escrita con su trabajo en El Independiente y en El Sol.


Los años 90, conferencias y tertulias

     En 1990, Luis Carandell se incorporó a Antena 3 como presentador de su propio programa de televisión, “Carandelario”, y como contertulio en el programa de radio de Miguel Ángel García Juez. Recordando esta colaboración, Carandell admitía que nunca pasaban del primer tema de la tertulia: “siempre acabábamos hablando de otra cosa. Él tenía unos papeles e iba diciendo las noticias del día, y decíamos “déjese usted de eso, que lo importante de hoy es que me he comido unas pochas con codorniz que estaban extraordinarias””. En 1995 comenzó a colaborar en “Las mañanas de Radio 1”, de Radio Nacional de España, junto a Julio César Iglesias, Eli del Valle, Chumy Chúmez y otros personajes, contando las peripecias del santo del día. Dicha sección derivó en la publicación de un libro, “El Santoral de Carandell”, en 1996.

    El interés por las hagiografías le vino desde la infancia: “Los santos de mi santoral me los contaba mi abuela, y los milagros eran una cosa corriente para mí”. Luis Carandell destacaba un par de ellos: “Esa chica de Ávila a la que persigue un violador, y se mete en una ermita a orar a San Segundo, Patrón de Ávila, y le crece la barba, y luego entra el violador y le dice: ¿ha visto usted a una señorita por aquí?”. Y el raro milagro de San José de Cupertino, “que levitaba, y lo hacía de tal manera que los frailes tenían que atarlo a la pata de una mesa”. A pesar de haber tenido tanto interés en los santos y de haber sido educado en la férrea disciplina de la Iglesia Católica, Carandell expresó sus dudas religiosas aunque no llegara a considerarse ateo al cien por cien: “Ateo es demasiado… De la misma manera que no puedes saber si existe, tampoco puedes saber que no existe. ¿Cómo lo puedes asegurar? Tendrías que tener mucha fe, los ateos tienen mucha fe y yo no persigo tanto”. Mientras participó en “Las mañanas” de Julio César Iglesias, también intervino en la tertulia semanal de “Edición de tarde” de Radio Nacional, junto a Antonio San José.

     Durante los años noventa, además de todas las colaboraciones citadas, Luis Carandell se dedicó a dar conferencias y siguió participando en charlas y debates, o como él gustaba de llamarlas, en tertulias, algo que le apasionó desde siempre. El periodista admitió muchas veces “un gusto desmedido por la conversación”, a la que consideraba “el arte supremo, sin el que no podrían existir los demás”. De hecho, fundó su propia tertulia en la Taberna del Alabardero, en Madrid, junto al periodista ilicitano Vicente Verdú, y a Manuel Gutiérrez Aragón, Félix Santos, Ángel García Pintado, Fernando Castelló, José Antonio Gabriel, Andrés Berlanga o Miguel Ángel Aguilar, entre otros. Estudioso, aficionado y conocedor del asunto, Carandell dio unas claves sobre la tertulia española:


     “Cualquier reunión española que sea habitual, se puede llamar tertulia, aunque los andaluces también llaman tertulia a la fosa común del cementerio, lo que ya es humor negro español. Para la tertulia hay varias reglas y la primera sería tener lugar y tiempo fijos. La segunda es definir si es tertulia abierta o cerrada: en las abiertas puede entrar todo el mundo, y en las cerradas los contertulios se sientan siempre en el mismo sitio y toman siempre lo mismo. También hay tertulias con o sin director, y luego hay una tercera regla que es la que ha mantenido la tertulia española, que es hablar mal de los ausentes. Por eso nadie se marcha y todo el mundo acude”.


     También reflexionó sobre el hecho singular de la tertulia española: "Los españoles nos atrevemos a hablar de todo, y es asombroso. En Alemania no funcionarían jamás las tertulias que se emiten aquí en la radio porque la gente diría, “espere, voy a llamar a un vecino mío que es especialista en esto que dice usted y él se lo contará mejor que yo”. Aquí la gente se lee el periódico y sabe de todo”. Según Carandell, “esto viene de la tradición de la tertulia española, que es tan antigua como España. Aquí siempre se ha conversado por el placer de conversar, siempre se han hecho bromas, siempre se ha discutido de todo y las tertulias tienen una importancia que en otros países no tienen”. Reflexionando a su vez sobre la figura del periodista, Luis Carandell dijo: "El especialista sabe casi todo de casi nada, y los periodistas sabemos casi nada de casi todo”. Quizá por eso prefirió hacer uso de la anécdota en sus debates y tertulias, ya que para él, las anécdotas son “historia en pequeño, y la historia en pequeño ilustra mucho la historia en grande”. Para reforzar dicha opinión, Carandell contaba la anécdota del general carlista que “llegó a la plaza de L'Espluga de Francolí, formó a la tropa ante la iglesia y dijo: ¡Rompan filas y a engendrar carlistas!".


     En esos años Luis Carandell no abandonó su interés por los viajes, y también prosiguió con sus estudios de celtiberismo publicando un nuevo libro, “Diccionario de españología”, en 1998. En él no solo caben las palabras y el origen de expresiones típicamente españolas y más o menos humorísticas, los tacos y otros giros del lenguaje, sino también el sentido de muchas fiestas y costumbres, la gastronomía y otras muestras de la cultura popular de nuestro país, aunando de ese modo dos de sus pasiones (junto a los saberes inútiles, las tertulias y las anécdotas): el lenguaje y viajar. Al respecto, el periodista admitió: "Tengo preocupación por el lenguaje. A veces parece que estoy loco porque voy por la calle repitiendo “mur-cié-la-go”. Me hace gracia. Llamar a las cosas por su nombre es el principio de la reflexión. ¿Por qué se llama murciélago y no cantantuno? El escritor tiene que estar atento, confiar en su oído, en lo que la gente dice por la calle. Si no existieran los demás, no saldría ningún libro”. Completaba dichos argumentos en el prólogo de su diccionario españológico: “No hay mejor juego que el del idioma y nada más divertido y sorprendente que conocer los nombres de las cosas, y aprender de dónde vienen las frases hechas que repetimos sin reparar en ellas”.


El final. De cómo era Luis Carandell en boca de sus amigos

     A partir de 1999, Luis Carandell alternó su participación quincenal en el diario El País con una sección de opinión en el “Hoy por hoy” de Iñaki Gabilondo, en la cadena SER. También escribió sus memorias en dos volúmenes, aunque el segundo no pudo concluirlo. Son “El mejor día de mi vida”, ya nombrado en este trabajo y donde además se da testimonio de la España franquista, y “Mis picas en Flandes”, en el que también cuenta sus peripecias y viajes por el extranjero. Carandell, casado y con dos hijas, murió el 29 de agosto de 2002 en Madrid, a los 73 años, víctima de un cáncer de pulmón. Según se contaba en El País al día siguiente, él mismo había llamado unos días antes a la redacción del periódico para avisar de que ya no podría enviar más colaboraciones, consciente de que llegaba el final. Fue incinerado en el cementerio de la Almudena y sus restos fueron trasladados posteriormente a la localidad de Atienza, en Guadalajara, lugar del que estaba enamorado. En Atienza solía veranear desde los setenta y allí se instaló para pasar los últimos años de su vida.


     “Cuando él empezaba a hablar, todos callábamos. Desgranaba sus conocimientos sin hacer ningún esfuerzo, tenía una memoria siempre dispuesta”. Así se expresó Vicente Verdú tras la muerte de su amigo Luis Carandell. Otro contertulio decía del periodista que “tenía tantas anécdotas, y tan buenas, que era inagotable. Era un genio de la literatura oral”. “Había tanta generosidad en él, que hasta cuando contaba algo contra alguien, ese alguien salía beneficiado”, y añadía que Luis Carandell “tenía el don de la generosidad intelectual”. Según Margarita Rivière, Carandell “era la persona que menos importancia se daba del mundo. La suya no era propiamente humildad, sino una mirada sobre la vida siempre distanciada y con enormes dosis de ironía”. Josep María Castellet añadía que “era amigo incluso de sus enemigos”. Uno de los calificativos más acertados, quizá, de los que recibió Luis Carandell tras su muerte, le llegó a través de una carta al director de El País, firmada por Natacha Seseña: le llamaba “gran microhistoriador”. En ese mismo artículo, su autora afirmaba que “Luis era capaz del más alto humor y, al mismo tiempo, la mayor consideración y ternura, atributos que su inteligencia supo llevar a las más altas cotas. Como niño de la guerra observó todo, que era mucho, quizá en silencio, y lo fue hilando y afinando en el huso de su pensamiento para darlo a los demás en sus artículos, crónicas, libros y conversas”.


     De la huella que Luis Carandell dejó, casi más impactante que todas esas reacciones justo tras su muerte sea el homenaje que recibió en 2010 en Atienza, ocho años después, donde todavía arrancó lágrimas y por supuesto, muchas sonrisas. Organizado por la Diputación Provincial de Guadalajara y por la Asociación Sibilias de Atienza, y con la asistencia de su mujer, sus hijas y un buen número de amigos y familiares, se destapó una placa conmemorativa en la casa donde vivió el periodista, se debatió sobre su figura y su obra y hasta hubo un pasacalles y un concierto de órgano, algo que su viuda, Eloísa Jager, afirmó que “a Luis le habría encantado”. Luis Carandell reflexionó en sus memorias sobre la muerte de su madre, afirmando lo siguiente: "Hay muertes en las cuales el dolor de la ausencia se ve compensado por la admiración ante la forma en que el fallecido vivió. La vida es una obra, y una obra bien hecha debe despertar más aplauso que llanto". En el referido homenaje de 2010 en Atienza, Carandell también obtuvo un nuevo aplauso.


Premios y reconocimientos

     Luis Carandell fue nombrado “Hijo Adoptivo de Madrid” en 1980. Recibió el Premio de Periodismo Madrid 1988, concedido por la Cámara de Comercio e Industria de la capital, y en 1990 se le otorgó el título de "Guía honorario" por parte de la Asociación Profesional de Informadores Turísticos de Madrid. En 1995, el Consejo de Ministros le concedió la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo. Fue miembro del consejo director de la Asociación de Periodistas Europeos, y desde 1993 lo fue también del consejo literario del Centro Internacional del Humor, con sede en Granada. Uno de los galardones que más ilusión le hizo fue el de Caballero Honorario de la Caballada de Atienza, fiestas de especial relevancia en esa población de Guadalajara. Así mismo, el Círculo de Bellas Artes de Madrid le otorgó la Medalla de Oro de la entidad a título póstumo en el año 2002.


Conclusión

     La elección de Luis Carandell para este trabajo de Historia del Periodismo vino motivada por la admiración que sentía hacia el personaje, ya desde aquellas intervenciones en “Las mañanas de Radio 1”, y la primera razón quizá no fuese exclusivamente periodística sino de sensaciones personales: el timbre de su voz, la manera en la que exponía sus historias y contaba sus anécdotas, el tono sosegado y ese aire de persona culta y al mismo tiempo sencilla, me despertaban eso que hoy en día llamamos “buen rollo”. En cualquier ámbito de la vida admiro la sencillez como principio básico, como rasgo de inteligencia, y también la humildad de quien, sabiendo mucho, es consciente de que no lo sabe todo. No lo conocí en persona, así que en la distancia física -pero en la proximidad de la radio, la televisión y la palabra escrita-, Luis Carandell parecía poseer todas esas cualidades: sencillez, una gran cultura y la inteligencia suficiente como para administrarla con humildad.

El primer recuerdo que tengo del periodista es el de presentador del Telediario de fin de semana, aunque ya hubiese escuchado su particular voz en muchas ocasiones. Mis padres lo conocían bien porque durante la transición democrática, y después, además de ser asiduos compradores de Diario 16 siempre estaban al tanto de lo que se cocía en el Congreso de los Diputados. A medida que fui creciendo, y ya no sólo como receptor de información sino también en el intento de someter la información a análisis y crítica, fui diferenciando la actividad y la manera de hacer de los medios y de los periodistas. Y en esa selección de lo que me gustaba y de lo que no me gustaba, y de las razones de tal selección, Luis Carandell siempre estuvo en un plano positivo. Ahora, en las últimas semanas de búsqueda de datos sobre el personaje, después de leer artículos, semblanzas y entrevistas, y de releer en algunos casos, o descubrir en otros, parte de su producción literaria, creo que Luis Carandell ha marcado con su trabajo un camino a seguir. Frente al periodismo servicial, guiado por intereses económicos o políticos, y frente a cierto tipo de periodista dado en pontificar sin tener conciencia exacta de la responsabilidad del oficio y del compromiso con la sociedad, Luis Carandell se muestra como el ejemplo de periodista observador, sagaz y reposado, activo, independiente, no histriónico, lúcido y pertinente. De ese tipo de periodistas que la profesión debe recordar y emular. Eso sí, ya desde hace algunos años, y ahora que lo he vuelto a intentar, me sorprende negativamente lo difícil que es encontrar sus libros en librerías y en algunas bibliotecas, por estar agotados o descatalogados. No entiendo que no se haya hecho una revisión y reedición de su obra, aunque confío en que se contravenga este celtibérico olvido con motivo del décimo aniversario de su muerte, en el próximo verano de 2012.

Bibliografía.
-ABC. Artículo “Muere Luis Carandell, certero cronista de la España cañí”, de Trinidad de León, 30 de agosto de 2002.
-Blog de Iñaki Anasagasti. Artículo “Carandell resucitado”, 20 de julio de 2011.
-Canal 19 TV, Guadalajara. Reportaje “Atienza rinde un emotivo y entrañable homenaje a Luis Carandell”, 30 de junio de 2010.
-“Celtiberia Show”. Luis Carandell. Madrid, 1970.
-Contracultura.es. Entrevista a Luis Carandell, por Raúl Minchinela, 24 de marzo de 2000.
-“Diccionario de españología”. Luís Carandell. Madrid, 1998.
-El País. Artículo “El periodista fundamental en el panorama informativo de la transición”, de Elsa Fernández-Santos, 30 de agosto de 2002.
-El País. Artículo “Un caballero”, de Eduardo Haro Tecglen, 30 de agosto de 2002.
-El País. Cartas al Director. Natacha Seseña, 17 de septiembre de 2002.
-El Periódico. Entrevista a Luis Carandell, por Pau Arenós, 2001.
-La Vanguardia. Artículo “El dolor de la ausencia”, de Oriol Pi de Cabanyes, 22 de septiembre de 2002.
-Triunfodigital.com.
-“Tus amigos no te olvidan”. Luis Carandell. Madrid, 1975.
Pedro Serrano Solana. Diciembre de 2011.

martes, 31 de julio de 2012

Luis Carandell: El periodismo humanista (I)


    En cuarto curso de Periodismo hay una asignatura llamada Historia del Periodismo, y de entre las prácticas que incluye, hay una que consiste en indagar y contar la vida y obra de un periodista de libre elección. No tuve muchas dudas a la hora de escoger el mío: Luis Carandell. Los motivos de mi admiración por este barcelonés-madrileño-ciudadano del mundo se vieron acrecentados al finalizar el trabajo, y ahora lo admiro aún más de lo que lo admiré cuando vivía. Recuerdo con especial cariño su etapa en Las Mañanas de RNE a mediados de los 90, junto a Julio César Iglesias, Chumy Chúmez y Eli del Valle, cuando llenaba las ondas con su inconfundible tono de voz, con su sentido del humor y su ingenio. Ahora que se acerca el décimo aniversario de su fallecimiento (29 de agosto de 2002), creo que es buen momento para hacerle un pequeño homenaje.

    Este trabajo sobre Carandell, sin ser excesivamente profundo ni demasiado largo, excede la longitud de un texto que se pueda leer con comodidad en Internet. Por eso, lo dividiré en dos entregas. Su esquema es el siguiente (en esta entrada incluyo el texto hasta el punto 4):


1.- Los primeros años
2.- De Madrid, al mundo
3.- El Celtiberismo
4.- Más españología
5.- La transición, el periodismo parlamentario y los años 80
6.- Los años 90, conferencias y tertulias
7.- El final. De cómo era Luis Carandell en boca de sus amigos
8.- Premios y reconocimientos
9.- Conclusión
10.- Bibliografía


1.- Los primeros años

    Luís Carandell Robusté nació en Barcelona en 1929, en el seno de una familia acomodada. Hijo de un abogado del Comité Cotoner (algodonero) de Cataluña, era el mayor de siete hermanos. Cuando estalló la Guerra Civil se marchó con su familia a Francia, y poco después regresó a España y pasó algunas temporadas en Mas de Bové, en Reus, junto a sus abuelos. Según contaba el mismo Carandell en el primer tomo de sus memorias (publicado bajo el título “El día más feliz de mi vida”, y que él mismo definía como “la historia de un chico nacionalcatólico convertido a la verdadera fe”), quizá fue allí, con sus abuelos, donde se impregnó de la socarronería del Payés y del arte de contar anécdotas. También allí recibió un cálido impacto de la niñez que luego recordaría siempre: “el olor de la infancia es el olor al pan. Cuando caía algún trozo, la abuela nos obligaba a recogerlo del suelo y besarlo”. Y si para Luis Carandell el del pan era el olor de la infancia, el sabor que le hacía retroceder en el tiempo era el del estofado de su abuela. Siendo adulto, si se encontraba de nuevo con el mismo sabor, en ese momento le venía la abuela “con todas sus reconvenciones”.

    Carandell fue educado de manera rigurosa, algo que ejemplificó del siguiente modo: “Un día se me cayó encima un armario lleno de libros y mi madre me miró: ¿te has hecho daño? No le dio mucha importancia ni llamó a alguien para recogerme del suelo. Somos una generación bastante dura”. En la infancia también tuvo ocasión de vivir un hecho curioso que luego, en la edad adulta, resumiría con la siguiente frase: “soy el único progre español que ha jugado con Carmencita Franco”. Su padre trabajaba en la Junta Técnica y tuvo que pasar un tiempo en Burgos. A veces invitaban a los niños a jugar con la hija de Francisco Franco en el Palacio de la Isla, y durante esas sesiones de divertimento infantil, la mujer del dictador les sacaba bocadillos de mortadela para merendar. Tantas veces se repitió la situación, que quedó impregnada en la memoria de Luis Carandell con el siguiente silogismo: “mortadela igual a Franco”. La única vez que se encontró en persona con él, Franco iba vestido de militar y se disponía a partir para la batalla de Teruel: “me dio un capón y yo le di la mano”. Cuando volvió a casa, el pequeño Luis se lo contó a su madre: "Y eso que yo siempre me he distinguido por ser antifranquista. Así se escribe la historia”. En sus memorias, Carandell afirmó: "Otras personas se formaron con Sartre, Camus o Heidegger. Yo me he formado con la Iglesia Católica y con Franco. Son los dos temas de mi vida y si sé algo más, se lo debo a mis amigos”. Entre los más antiguos, además de Blas de Otero, Rafael Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite, estaban su cuñado José Agustín Goytisolo y Mario Lacruz, quienes iban a su casa a hacer funciones de teatro: “Ellos me hablaban de Camus y descubrí la injusticia, me inicié en el periodismo, viajé…”.


2.- De Madrid, al mundo

    En 1947, con dieciocho años, Luis Carandell se instaló en Madrid, se licenció Derecho y en 1952 inició su fructífera trayectoria en el periodismo colaborando con El Correo Catalán. Después llegaría su etapa de corresponsal, casi diez años en los que viajó y conoció mundo: “Naufragas en una época y viene un barco de guerra y te salva. Tal vez el barco de guerra para mí fue salir de España y ver un poco la realidad del mundo”. Luis Carandell lo recalcó siempre que pudo: “he tenido la suerte de viajar mucho gracias al periodismo y gracias, quizá, a un cierto arrojo. El mundo es el sitio más bonito del mundo”. De ese modo descubrió El Cairo, Tailandia, Singapur, Ceilán, Calcuta, la Unión Soviética y Japón, y desde allí envió crónicas que se publicaron en El Noticiero Universal y en otros medios españoles. Esos años de periodismo, principalmente en Oriente, de viajes y de curiosa observación, acrecentaron su cultura aunque nunca alardease de ello. La humildad sincera y no forzada de Luis Carandell se expresaba a veces de este modo, sin ambages, ya en los últimos años de su vida: “tengo fama de saberlo casi todo pero soy un impostor, lo soy en muchos aspectos”. Otro saber que el periodista se trajo de Oriente, de los que más le gustaron por considerarlo inútil, fue la papiroflexia. Con ella impresionaba a los niños y llenaba las mesas y los suelos de las redacciones donde trabajó, a escondidas, recogiendo después el asombro y admiración de sus compañeros de oficio. No fue el único saber “inútil” que cultivó, ya que también le gustaban los muñecos de trapo y “las artes pobres” en general. Carandell decía que “cuando se busca la pura utilidad, no se hace nada de provecho”. En mitad de ese periodo de corresponsal, de esos años de papiroflexia, viajes y absorción de cultura, Luis Carandell hizo un pequeño paréntesis para contraer matrimonio en España con Eloísa Jager, con la que más tarde tendría dos hijas.




3.- El Celtiberismo

    Las corresponsalías en tierras lejanas también le dieron a Luis Carandell una perspectiva impagable sobre todas las cosas, pero por encima de todo sobre nuestro país: “el hecho de haber pasado tanto tiempo fuera de España hace que cuando vuelves, la veas como si fuera un país extranjero y te des cuenta de cosas que los que están permanentemente en su ciudad no perciben tanto”. A partir de 1968 comenzó a colaborar con la mítica revista semanal Triunfo, donde también escribía gente como Manuel Vázquez Montalbán y Chumy Chúmez. El editor de Triunfo, José Ángel Ezcurra, pidió a Carandell que hiciera algo cómico que fuera fácil de leer, ya que se trataba de una publicación muy seria y que necesitaba un toque de humor, y él se destapó elaborando una jugosa sección a base de seleccionar una serie de hechos que definían el carácter e idiosincrasia de los españoles, o lo que es lo mismo, de los “celtibéricos” (término que el periodista tomó de José Ortega y Gasset). El material se componía de noticias de otros periódicos nacionales o locales, anuncios publicitarios, hojas parroquiales, estampitas y cualquier asunto de fabricación patria. Con Triunfo, Luis Carandell vio revalorizada su firma y alcanzó gran popularidad, además de granjearse también un buen número de enemigos. La personalidad inquieta y la capacidad de observación del periodista no pudieron encontrar mejor escenario que la España de finales de los años 60, un país aún gobernado con un régimen dictatorial, pero donde el turismo extranjero comenzó a provocar un enorme choque cultural dando lugar a sorprendentes circunstancias y hechos paradójicos. Un turismo principalmente de sol y playa, nada menos, de bikini y destape. Así explicaba el propio periodista su objetivo: “se trataba de mostrar aspectos en parte bárbaros, en parte cómicos de la realidad española”.

En aquella España se daban al mismo tiempo cosas como ésta:


Situaciones como ésta:


Y anuncios de prensa como los tres que siguen:





    Y si el valor de Celtiberia Show fue retratar una parte importante de la historia de España, más valor adquiere por el momento en el que Carandell lo llevó a cabo, justo cuando todo eso estaba sucediendo y sorteando con brillantez a la censura todavía vigente. Según él mismo contaba, “Triunfo era una revista muy formal, muy seria, la gente la llevaba debajo del brazo para que se notara que no era franquista… Nosotros los llamábamos “los del sobaco ilustrado”. El grupo inicial eran Monleón, Moreno Galván, Haro Tecglen, De los Ríos, Márquez Riviriego… La revista se hacía prácticamente con colaboraciones, había muy poca redacción y lo que se hacía era una revisión intelectual que no ocultaba la política, aunque la disimulaba. Entonces no se podía hacer política, y esa revista estaba más o menos consentida por el poder porque sabían que estaba dirigida a los intelectuales, y que el resto pues no la entendían y les daba un poco igual”. El “desprecio por la cultura” del régimen franquista permitió a Triunfo avanzar de puntillas sobre la censura, aunque en algún momento se traspasó el límite y la revista llegó a ser secuestrada. Carandell lo contaba así: “quedamos todos como una especie de oposición al régimen y tuvimos alguna llamada de algún tribunal, pero no muy seria, porque como nos refugiábamos en el sentido del humor, los jueces acababan riéndose y no incoaban el proceso porque lo encontraban cómico”.

    A Luis Carandell se le calificó de muchas maneras durante su carrera, y una de ellas fue la de “francotirador castizo”. Con Celtiberia Show asistimos a todo un ejercicio de periodismo del más alto nivel, en el que el profesional de la observación y de la transmisión de información es capaz de ponernos frente a una penosa realidad en bruto, seleccionando unos hechos concretos y colocándolos en el orden apropiado; calificándola sin el más mínimo comentario y pasando por encima de la censura sin mancharse los pies. Según Carandell, “no hace falta adjetivar, no hace falta decir que usted es un burro, sino que basta con decir la burrada que el burro ha dicho para que se vea que es un burro. Si además se califica, parece que se quiera influir en el lector. Yo he querido siempre describir la realidad a través de lo que la misma realidad dice, sin necesidad de muchos comentarios”. Afirmó que la tarea de recopilar el material para la sección de Triunfo fue laboriosa al principio, pero que más tarde “empezaron a lloverme historias, papeles, estampitas, programas, recortes… De toda España. Es decir, me convertí en una especie de papelera celtibérica. La dificultad estaba en seleccionar”.

    En 1970 llegó el libro que reunía parte del material aparecido en Triunfo, “y tuvo una difusión extraordinaria que yo no podía siquiera imaginar”. La sección no había terminado, y lo que siguió después fue la publicación de una segunda parte que no alcanzó las cifras de ventas de la primera. En el prólogo del primer volumen, Luis Carandell completaba la definición sobre su Celtiberia Show: “Se trata de un museo o museíllo, donde las piezas, casos, perlas, joyas, cuadros, monumentos y tesoros del celtiberismo se alinean en abigarradas vitrinas. Son casos reales que por su carácter de objetos museables no requieren otro comentario que el meramente aclaratorio de su significado. El lector podrá comprobar que siempre que me ha sido posible (y no siempre me ha sido posible, porque no estoy inmune a las explosiones de un comprensible e hispánico cabreo), me he abstenido de sacar conclusiones o extraer moralejas de las piezas reunidas en mi galería”.

Otros ejemplos de Celtiberia (libro muy recomendable y sin desperdicio):

Un libro de cocina (de Juana Oller y su equipo de doce amas de casa), revisado religiosamente por un cura, porque ya sabemos lo sexuales y blasfemas que pueden llegar a ser algunas frutas y hortalizas.

Los capitalistas ya estaban cansados en los 60, imaginaos cómo están ahora con las crisis.

Los botones de hotel, mejor chiquiticos.

"Niña simpática de 6 años se ofrece para publicidad para pagar colegio".

No nos extrañe que este año vuelvan los procedimientos de los años 60.

Y el colmo de aquella España, estampitas como ésta: misas y oraciones en honor de Hitler, quien, por supuesto, murió luchando (que nadie se entere de que se suicidó, que eso era pecado).

4.- Más españología

Ya en la década de los 70, Luis Carandell trabajó para Informaciones, Por Favor y Diario de Barcelona, pero no abandonó su interés por la observación inteligente y por la plasmación irónica de la realidad de España en una época de transformación. Uno de sus reportajes para Triunfo consistió en embarcarse en un Seat 127 junto al fotógrafo Javier Miserachs, y recorrer la costa española durante todo un verano. Y otro proyecto excepcional de estos mismos años fue la biografía del fundador del Opus Dei, trabajo imprescindible que finalmente llevó al papel en el libro “Vida y milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei”, en 1975. A finales de los sesenta el Opus Dei “era la fuerza moderna y tecnocrática que salvó al franquismo de una decadencia que ya era patente a través del desarrollo económico”. Según Carandell, el consejo de Escrivá era “identificar el éxito en la tierra con el éxito en el cielo, santificar el trabajo”, y desde luego, según esa lógica, el trabajo del propio Carandell para hacer la biografía del fundador del Opus Dei debió convertir en santo al periodista: “me costó bastante, tuve que viajar por todos los lugares donde él había estado, el lugar donde había nacido, el seminario donde había estudiado, los comentarios de sus amigos y algunos familiares, y los comentarios de los que lo habían conocido, porque no tuve ocasión de verle a él. Me negaron el acceso a él pensando que yo iba a escribir una cosa contra él, cuando lo que quería era escribir una cosa sobre él”.

El celtiberismo del fundador del Opus Dei se puede comprobar en el comentario que Escrivá de Balaguer le hizo a un invitado, en referencia al suelo de ónice de su salón: “¿ve usted este suelo? Pues está hecho de esas piedrecitas con las que las señoras ricas se hacen anillos”, o esa otra circunstancia descrita por Luis Carandell, cuando decía que Escrivá era capaz de “coger una imagen del niño Jesús en medio de una reunión de estudiantes, y ponerse a darle besitos al niño Jesús: muá, muá, muá… Esta es una escena cómica que para una película sería impagable”. Y prosigue Carandell: “con contar eso ya no necesitas decir “mira cómo era este señor”, sino simplemente contarlo, y esa es la técnica que empleé”. A pesar de las dificultades para realizar el trabajo, Carandell negó que luego recibiera represalias por parte del Opus Dei, aunque sí que contó que “supe de un señor del Opus que había entrado en una librería, había comprado mi libro de Monseñor Escrivá y había empezado a romper las páginas para mostrar el desprecio, pero nunca me ha pasado que un responsable del Opus me impidiera escribir en un sitio”.



En ese mismo año de 1975 vio la luz otro proyecto celtibérico sobre el que el periodista ya llevaba tiempo trabajando, el libro “Tus amigos no te olvidan”. Carandell explicó que “como tenía un material tan amplio de cosas de todo tipo en Celtiberia Show, había algunos aspectos de epitafios, necrológicas… Me había dedicado durante un año a recorrer cementerios, que es una cosa por la que tengo debilidad, y encontré cosas fantásticas”. El periodista se mostró como tal ya en las primeras líneas del libro, comenzando el prólogo con un brillante “La muerte es un tema que estuvo siempre, y sigue estando, de rabiosa actualidad”, y después constató cómo, en la España contemporánea (aquella de los 70), la muerte había sido desplazada y apartada de la vida cotidiana, y las costumbres funerarias de los españoles estaban abandonando su típica teatralidad. En las páginas del libro encontramos todo tipo de asuntos celtibéricos relacionados con el tema: ritos funerarios, empresas del sector, esquelas, supersticiones… Entre los epitafios, Carandell destacaba aquel que decía: “Marianita, nos dejaste a los tres meses; ¡Qué pronto empezaste a darnos disgustos!”. Siempre interesado en el lenguaje, Carandell también constató la habitual presencia de la muerte en muchas expresiones cotidianas de nuestro idioma: una bebida fuerte “levanta a un muerto”, cuando uno se desembaraza de un problema “se quita el muerto de encima”, cuando está cometiendo un error grave “está cavando su propia sepultura”, o aquella otra expresión que Carandell, citando a Ramón Gómez de la Serna, afirmaba que contenía la más profunda reflexión sobre la vida y la muerte: “estoy hecho polvo”. “Tus amigos no te olvidan” concluye con otro momento brillante. El periodista nos cuenta el caso de un cartero que tuvo que devolver una carta al remitente porque el destinatario había muerto, y para justificar la devolución, el funcionario escribió en el sobre: “Murió sin dejar señas”.

Próximamente colgaré la segunda parte de este trabajo, donde se cuenta la etapa de la transición a la democracia en España y los esfuerzos de Luis Carandell por retomar la actividad del periodismo parlamentario, en la que tuvo un merecido éxito.


Crisis de valores y de sistema.