martes, 15 de noviembre de 2011

PERIODISMO


Cuando somos pequeños, y en lo que se refiere al oficio que (supuestamente) nos dará de comer en el futuro, todos tenemos nuestros sueños y nuestras expectativas. Es bonito porque la inocencia, además de hacerte bueno por naturaleza (y libre de prejuicios, y desnudo de vergüenza), también evita que pienses en el largo y difícil camino que media entre tus deseos y la consecución de los mismos. ¿Para qué? Dices aquello de “cuando sea mayor, seré…”, le añades lo que quieras y te visualizas en el futuro con el sueño hecho realidad, sin calibrar obstáculos, coyunturas socioeconómicas, agencias de calificación (hace poco no sabía ni que existían), periodos de aprendizaje, consejos, recomendaciones, profesores, exámenes ni nada por el estilo. Existen oficios bastante típicos a los que los niños de mi generación siempre recurrían: astronauta, bombero, futbolista y, en un claro síntoma de excesiva exposición al cine norteamericano, vaquero y/o soldado y/o superhéroe. Una vez dicho tu deseo en público, a veces llegaba un mayor y te recomendaba otras profesiones que a ti te parecían aburridas, como abogado o dentista, pero que al mayor de turno le resultaban más convenientes. ¡Qué manía con querer robarles la inocencia a los críos! Lo peor es que cuando se la quitamos, no es para quedárnosla. Si fuera así también estaría mal pero al menos tendría sentido. Se la robamos para tirarla a la basura y joder el invento. ¡Ay! Mayores…

Entre los deseos de los niños de hoy, creo que la única profesión que se mantiene respecto a las de mi generación es la de futbolista. Y en cuanto a las recomendaciones que les hacen los mayores de hoy… Ni idea, supongo que hacer cola en el INEM resta bastante imaginación sobre cuáles pueden ser los oficios con futuro. La verdad, yo de crío jamás quise ser astronauta porque las alturas me daban miedo, y tampoco quise ser bombero por igual motivo (eso de subir por una escalera muy alta) y porque tenía bastante asumido aquello de que con el fuego no se juega. Sí que quise ser futbolista, pero me duró poco menos de un año. Después y durante más tiempo, quise ser jugador de baloncesto; el problema es que salvo cierta destreza en la acción de lanzar a canasta, en lo demás era un paquete de grandes proporciones. Me imaginé arquitecto hasta que descubrí que además de saber dibujar, había que controlar las matemáticas, y no es que dibujando fuera la leche pero es que en mates era un cero a la izquierda (qué malo sería en matemáticas que hasta hace poco no entendía el porqué de esa expresión). Siendo ya un mozo preuniversitario y reincidiendo en mi ciego auto-concepto de buen dibujante (con categoría casi de delito), quise ser artista. Luego quise ser profesor de Historia del Arte y luego quise ser guía turístico, y eso es lo que soy. A pesar de todos los problemas y después de haber trabajado en muchos y muy variados oficios, el mundo de la cultura salió al rescate y por ello bendigo mi buena suerte: acumulo ya diez años de experiencia como trabajador de museos (siete de manera ininterrumpida) y seis como guía oficial de turismo. Nunca he cobrado mucho, pero cubiertas las necesidades básicas de mi familia, prefiero medir mi riqueza en términos de felicidad y bienestar que en términos de acumulación monetaria (ya sea “en cash” o en objetos que no necesito). Espero que esto no suene a pose estética ni tampoco a conformismo, estoy siendo sincero.

Ahora daré sentido al título de esta entrada: el viernes pasado (11 del 11 del 11), me llamaron por teléfono desde la Universidad Miguel Hernández de Elche: tras avanzar de manera inesperada en la lista de espera, valga la redundante contradicción, resulta que me han admitido como estudiante de 2º ciclo de Periodismo. Hace unos meses, en un impulso extraño motivado en parte por el “plan Bolonia”, decidí echar papeles y probar con la última bala antes de que los grados borrasen mi opción de estudiar otra carrera universitaria y trabajar al mismo tiempo. Finiquitados ya los segundos ciclos en la UMU, la única posibilidad era la UMH, y cuando me enteré de que no me habían admitido, la verdad es que me dio un poco de pena. Por ese motivo tardé unos segundos en reaccionar al escuchar a una mujer preguntándome si me interesaba ocupar la plaza vacante. Le dije que sí y nada más colgar, retrocedí mentalmente hasta mi infancia. Hasta ahora en este texto lo había omitido, pero si algo quise ser de mayor cuando era pequeño, es periodista.

En mi casa (la de mis padres) siempre seguíamos la actualidad. Se compraba el periódico a diario, principalmente de tirada nacional (Diario 16, El Sol, El País…), veíamos el Telediario, Informe Semanal y Documentos TV, se escuchaba la radio (RNE y la SER sobre todo), se comentaban las noticias y no pocas veces había debate. Recuerdo que me gustaban mucho las películas en las que aparecían periodistas, como Al filo de la noticia, Historias de Filadelfia, Vacaciones en Roma… Y hacía cosas que quizá no sean tan extrañas en un crío: fabricaba televisores con cajas de cartón para meterme dentro y presentar informativos, grababa programas de radio en cassetes (los que hacía en verano con mi amigo Antonio no tenían desperdicio, eran auténticas idas de pinza) y hasta creé mi propio periódico: se llamaba “El Mundo”, y ojo, ese nombre se lo dí mucho antes de que apareciera “Pedro Jota” con el suyo. Precisamente, hace poco encontré una vieja portada fechada en el futuro (año 2020 o así) y el día venía muy cargado de noticias. El primer titular era para anunciar que el hambre se había erradicado en el planeta; el segundo informaba de la llegada del ser humano a Marte; el tercero tenía menor alcance informativo pero para mí era tan trascendental como el resto: el CB Murcia iba a jugar la final de la ACB por primera vez en su historia (aunque según se contaba en mi periódico, el club murciano ya había ganado alguna Copa del Rey). Esa portada la hice cuando tenía doce o trece años, o sea, que por entonces ya estaba bastante colgado. Durante toda mi vida no he dejado de escribir (unas veces más y otras menos) sobre temas de actualidad que me preocupan o me interesan, opinando o reflexionando.

Habrá quien se pregunte la razón de que no haya estudiado antes Periodismo. Yo también. Cuando acabé COU, el único lugar cercano para hacer esa carrera era Madrid y la nota de corte del año anterior había sido alta. En Selectividad no llegué a alcanzarla, en parte (paradojas de la vida) por un error que cometí justo en el examen de Arte: dejé dos láminas sin comentar porque no le dí la vuelta al folio y no me enteré de que tenía que hacerlas (qué palomo fui). De un 7’5 que podía sacar como máximo, saqué un 7. Está genial, pero pudiendo haber sacado un 9, ya veis lo que me bajó la media final. Aun así y por si acaso, fui a Madrid a echar los papeles de la preinscripción (me acompañó mi hermana Sofía). Ese día pre-veraniego de 1995 hacía un calor de cojones en la capital, y reconozco que no me gustó lo que ví: aquello era todo enorme, largas distancias, mucho metro, mucha gente y una facultad de periodismo que bien podría ser escenario de una película de terror, con sus tubos por los techos y sus largos e inquietantes pasillos. Juro que eso lo pensé antes de que Amenábar estrenara su primera peli, Tesis, ambientada allí mismo. El caso es que cuando aún no sabía si me habían admitido por Periodismo en la Complutense (no llegué a comprobarlo después) salió la lista de admitidos por Bellas Artes en Valencia y allá que me fui, a un sitio más parecido a Murcia y con el mar visible desde mi piso. El resto ya lo he contado, y aunque entre medias tuve alguna ocasión de retomar el sueño del Periodismo, la vida me llevó por otros derroteros.

Remato: al final me he liado la manta a la cabeza con este tema y no sé cómo podré hacerlo entre el trabajo y la crianza, pero lo voy a intentar. Ya he hecho mis pinitos en el sector durante los últimos cuatro años, colaborando como redactor en BasketMe.com y elaborando un trabajo sobre el 25 aniversario del CB Murcia que finalmente he podido llevar al papel sin ayuda de nadie (y en especial, sin la ayuda del propio club). He sido locutor de partidos de baloncesto para Pasión Deportiva Radio durante un año y he podido descubrir que también me gusta ese medio. Me he reafirmado en muchas de las cosas que pensaba sobre esta profesión y no he dejado de incidir en las cosas que no me gustan. Creo que el oficio de periodista es claramente vocacional. Creo que la honestidad de un periodista debe ser inquebrantable, que debe luchar por su independencia respecto de las presiones políticas o económicas y que su misión es servir a la sociedad por encima de cualquier otra consideración. Creo que todas las profesiones se deben ejercer con responsabilidad, pero si hay profesiones donde esa máxima se debe llevar hasta el extremo, el periodismo es una de ellas. He sido y soy muy crítico con el periodismo porque no pocas veces he visto en los medios una nauseabunda falta de independencia. He visto servilismo y en el mejor de los casos, sensacionalismo, morbo y pura tontería. Un periodista no debe decir cualquier cosa, no debe servir a otro interés que el de la información veraz y debe ser lo más objetivo posible. Por supuesto que soy un principiante y aún no sé nada, pero con todo esto que he dicho, confío en tener al menos la base necesaria. También sé que el sector está mal en muchos sentidos, pero no mucho peor que otros sectores. Haré lo que pueda como buenamente pueda, y el que hace todo lo que puede (y con ilusión) no está obligado a más.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

CURB YOUR ENTHUSIASM - LARRY DAVID (De comedias televisivas. 3ª parte)


Para acabar con las entradas dedicadas a la comedia televisiva, hoy hablaré de una serie que en verdad se llama “Curb your enthusiasm”, pero que en España recibe el nombre de su creador y protagonista principal: Larry David. Desconozco la razón de este tipo de cambios o adaptaciones de títulos, pero bueno, los españoles somos así. En un intento de traducción literal del título original al castellano, debería llamarse “Frena tu entusiasmo”, “Relájate un poco” o, en un lenguaje más actual, “No te flipes”.

Larry David: escritor, humorista, irreverente.
CYE (siglas del título original) me llegó también por consejo familiar y, siendo quizá más “dura” que The Office, me entró más rápidamente. A esto pudo ayudar el hecho de que la serie de Michael Scott y sus subordinados me hubiera ayudado a superar la “depre-post-Friends”, lo que me dejó ya mentalmente preparado para afrontar el choque directo con las paranoias Davidianas (algo así requiere preparación). Como decía el otro día, The Office y CYE me gustan por igual, me gustan mucho y, siendo distintas, ambas tienen en común su carácter rompedor y novedoso junto con un humor fino, irónico y por momentos surrealista, además de que las dos prescinden de las risas que solemos escuchar de fondo en casi todas las comedias de la tele (generalmente tampoco me importa mucho lo de las risas). Siguiendo con la comparativa en otros aspectos (que no se inclinará a favor de alguna de las dos sino a favor de ambas), The Office tiene como principales novedades el concepto y la temática pero con una manera de hacer un poco más clásica, mientras que CYE tiene una temática algo más tradicional pero aporta una novedosa manera de hacer.


Jeff Green (Jeff Garlin) y Larry David: juntos son pura comedia (separados también).

Me explico: como dije el otro día, en The Office asistimos a un falso documental sobre la vida cotidiana de los trabajadores de una empresa cualquiera, en la que los actores unas veces interactúan con la cámara y la miran directamente, y otras se sumergen en sus quehaceres y sus problemas olvidando que les graban sin parar. Esa presentación de la serie como algo que no es una serie, creo que es bastante rompedora. Además de buenos actores y buenos directores, detrás de todo ello existe un elenco de grandes guionistas que se reúnen y que exprimen sus cerebros al unísono para crear ese inmenso y divertidísimo universo de personajes, líneas argumentales y diálogos, que luego los actores deben memorizar e interpretar de una manera más o menos tradicional (aunque siempre puedan aportar cosas de su propia cosecha). Por su parte, en CYE asistimos a una serie sin el planteamiento de falso documental, es decir, que al igual que en las series convencionales, aquí la cámara no existe y no es visible para los protagonistas. Gracias a ello nos podemos colar en la vida “cotidiana” de Larry David interpretándose a sí mismo, y pongo entre comillas lo de “cotidiana” porque si alguien tuviera una vida así, seguro que saltaría por la ventana.

En algún fregado se ha metido/se está metiendo/se va a  meter Larry David.
La gran novedad de CYE, según yo lo veo, se encuentra en la manera de hacer detrás de las cámaras: aquí no hay un grupo de guionistas ni tampoco hay diálogos escritos en un papel, lo “único” que hay es un genio creador como Larry David, que se sienta a escribir la historia para un episodio durante días (no sé cuántos), y que plasma esa historia en un relato muy detallado de hechos y situaciones pero sin una sola línea de diálogo. Sabiendo eso de antemano y viendo la serie, viendo las movidas en las que se mete este buen hombre, viendo las conversaciones que mantienen los personajes entre sí y la manera de interpretar de los actores, para mí CYE adquiere un valor excepcional y se convierte en una serie televisiva realmente singular. Es que la cosa tiene miga: Larry David no les da a los actores un papel con el diálogo que tienen que memorizar, sino que les plantea la escena como en un cuadro, y les dice el lugar de partida y el lugar al que se debe llegar. Todo sale después de manera más o menos natural, fruto de la improvisación en cuanto a las palabras concretas que deben conducir a la historia al lugar que quiere su creador. No entiendo mucho de música, pero CYE podría equipararse al Jazz: cada capítulo es una pieza que pareciendo 100% improvisada o 100% premeditada, realmente no es ni una cosa ni la otra. Hablando de nuevo de The Office, me encantaría estar presente (sin molestar, en silencio) en una de esas reuniones de guionistas y poder contemplar semejante maquinaria creativa en acción, y hablando de CYE, me encantaría poder leer uno de esos textos de ocho o nueve páginas escritos por Larry David que, llevados a la práctica de manera tan brillante, genera un episodio en su falsa vida cotidiana.

Larry David junto a su mujer en la ficción: Sheryll David (Sheryll Hines).

Cuando hablamos de CYE y de su temática, nos referimos a la vida de Larry David. ¿Qué hay de verdad y qué de ficción en la serie? Salta a la vista que la vida de este hombre no puede ser así porque, tal y como he dicho antes,  es imposible que a una misma persona se le planteen todas esas rocambolescas situaciones y que no quiera suicidarse o retirarse a un monasterio. Vayamos a la parte real: Larry David interpreta a Larry David de verdad, en cuanto que escritor y humorista. Salido de Brooklin y co-creador de Seinfield, antes de su gran éxito televisivo Larry se ganaba la vida mal que bien como cómico de monólogos en los clubes neoyorkinos, y según él mismo admite, cocinó muchos de sus shows desde el recelo y casi el odio abierto hacia la gente rica. Mientras iba por las calles de la gran manzana pensando en qué momento cruzaría la línea de la pobreza, anticipando el día en que se quedaría sin un centavo y tendría que vivir como un sin techo, Larry contemplaba cajeros automáticos, portales de edificios y rincones donde tal vez podría llegar a hacerse un hueco y tener su hogar. Ver a este hombre en un monólogo en aquellos años debió de ser toda una experiencia. Según cuentan, siempre prescindía de los formalismos sociales, del “hola, buenas noches, cómo están ustedes” y del “gracias por venir”. De hecho, alguna vez se marchó del escenario nada más subirse en él, porque no le parecía que la atención del público fuera la que él estimaba o por dios sabe qué paranoias más. Realmente peculiar.

Susie Green (Susie Essman): maldiciendo a Larry David  y a su marido Jeff por una trastada que han hecho los dos.

Judío en la teoría e irreverente en la práctica, Larry David me recuerda a veces a Woody Allen y a sus cosas, a sus ideas sobre la vida y la gente, sobre las relaciones entre las personas, sobre los tópicos y los convencionalismos. Tiene firmes convicciones y si cree que algo no es justo o no entra en su lógica, es capaz de defender su postura hasta las últimas consecuencias. La verdad es que en cada capítulo le pasa de todo… La estructura de los capítulos es aparentemente anárquica: se abren varias historias una tras otra, sin conexión entre ellas, y por en medio además ocurren hechos que pueden tener importancia en el desarrollo posterior de los acontecimientos o no tenerla. En un momento dado las historias se entrecruzan y finalmente sucede como en el juego de ir hinchando un globo poco a poco y pasárselo al de al lado: el globo (casi) siempre le explota a Larry David en la cara. No pocas veces le maldicen y le insultan, y todo por meterse en berenjenales, ya sea por voluntad propia, por voluntad de terceros o por la fatalidad del destino. Larry David es el protagonista, pero junto a él intervienen varios personajes habituales además de un elenco de secundarios de lujo, muchos de ellos actores de primera fila que se interpretan a ellos mismos y que seguramente se parten el culo en los rodajes. Los habituales son Cheryll David (Cheryll Hines), que es su esposa, Jeff Green (Jeff Garlin), que es su representante, Susie Green (Susie Essman), que es la mujer de aquel, y Richard Lewis, humorista amigo de Larry y que hace de él mismo. También salen bastante Ted Danson y su mujer haciendo de ellos mismos. Apréciese que el que no se interpreta a sí mismo, al menos sí conserva su nombre de pila original, igual que en The Office. A lo largo de las siete temporadas emitidas han salido un montón de personajes famosos, todos con papeles geniales: Mel Brooks, Martin Scorsese, Shaquille O’Neal, Ben Styler, David Schwimmer, Christian Slater, Joe McEnroe, Meg Ryan y hasta Pau Gasol, que aparece de pasada mientras Larry está viendo un partido de los Lakers en el Staples Center. Y por supuesto, también aparece todo el reparto de Seinfield con Jerry Seinfield a la cabeza. En los episodios de CYE se retrata la vida de la alta sociedad de Los Ángeles, las fiestas y las frivolidades que tanto odio despertaban en aquel joven cómico neoyorkino que se dedicaba a los monólogos. Con ese escenario y semejante interlocutor, está claro que hay mucha, pero que mucha miga encerrada en Curb your enthusiasm, muchos momentos memorables y cierto carácter minoritario o alejado de las grandes producciones, lo que le da un toque de “comedia de culto” o “de autor” bastante atrayente. Por no hablar de su atrevimiento en muchos temas, su lenguaje en ocasiones duro y su estilo abierto y crítico, lo que hace que mire a la HBO (Home Box Office) con muy buenos ojos. Detrás de las cámaras también hay buenos profesionales, como Bob Weide o David Steinberg, quienes también participaron en Seinfield o en Friends.

Larry y su amigo y humorista Richard Lewis: discuten igual delante y detrás de las cámaras.

Una última recomendación en cuanto a comedias televisivas es “The Big Bang Theory”, una serie muy buena pero que, al llegar justo en el apogeo de The Office y CYE, no he visto detenidamente. Es muy buena aunque responda de manera más fiel al sentido de comedia tradicional: escenarios, diálogos escritos (muy buenos) y risas de fondo. También es divertida, con su punto ácido y unos personajes muy interesantes, en especial el de Sheldon Cooper (Jim Parsons), un físico teórico superdotado, friki y de carácter muy anguloso. Hay que verla.

Otro pieza de los buenos en "Big Bang": Sheldon Cooper  (Jim Parsons).


domingo, 6 de noviembre de 2011

The Office (De comedias televisivas, 2ª parte)


Michael Scott anunciando algo a sus subordinados en The Office


El otro día reconocí mi querencia natural por la comedia televisiva. Salvo algunas otras cosas concretas como los partidos de baloncesto (no los puedo ver todos, aunque quiera), las noticias (solo cuando estoy de buen humor y me apetece aguantar los desastres del mundo) y, en mi situación actual, los dibujos animados (lo que más veo en la tele desde hace cinco años a esta parte), cuando mi culo se sienta en el sofá y mis ojos miran a la caja tonta, lo único que me apetece ver es comedia. Comedia “buena”, o lo que yo entiendo como tal; comedia que se amolde bien a mi sentido del humor. Desde hace unos tres años mantengo una relación estable con “The Office”, y en el último año y medio se ha sumado “Curb your enthusiasm”, demostrándome que puedo amar a dos series de humor a la vez y con igual ímpetu; que puedo verlas muchas veces indistintamente, que puedo reírme mucho con ellas y, además, admirar a sus creadores, guionistas, productores y a toda la gente implicada en la construcción de una obra maestra de la comedia (o de dos obras maestras, como es el caso). No puedo ocultar mi entusiasmo, y a veces, cuando hablo a terceras personas de estas dos series en presencia de mi mujer, mi susodicha mujer (y quizá también esa tercera persona) piensa que estoy como un puto cencerro. Tal es mi vehemencia al repetir diálogos, al interpretar segundas intenciones del guión, al comentar gestos, indumentarias, líneas argumentales y hasta enfoques de cámara.

Michael Scott y su ya famosa taza de "el mejor jefe del mundo" (que él mismo se compró).

La serie The Office, de la NBC, es fruto de la adaptación a la televisión americana que ha hecho Greg Daniels (quien también ha participado en Los Simpsons) de la serie original creada por Ricky Gervais (otro pieza de los buenos) para la BBC inglesa. A mí me la recomendaron en el seno familiar y reconozco que no me entró a la primera. The Office tuvo la mala fortuna de llegar justo después de Friends y eso es duro, es como jugar al baloncesto detrás de Michael Jordan. Su concepto, de entrada, choca: está rodada como si se tratase de un documental sobre la vida diaria de una empresa de distribución de papel, y por tanto no hay espectadores en el plató ni risas enlatadas; las cámaras se mueven mucho y hacen bastante uso del zoom, interactúan con los personajes y regularmente tienen momentos de intimidad individual con cada uno de ellos, donde el personaje en cuestión se sincera a los creadores del falso documental y les cuenta aspectos de su trabajo, de sus compañeros y de su vida; el asunto de la serie (y del falso documental) es tan cotidiano que al principio dudas de que pueda salir de ahí algo divertido; los actores son “demasiado normales” e incluso feos físicamente en la mayoría de los casos, algo poco común en televisión, y el lugar en el que se desarrolla la acción, más allá de las paredes de la oficina, es una pequeña y nada glamurosa localidad del estado de Pensilvania; encima, en el primer capítulo hay muchos momentos de silencio, todos ellos incómodos… Podría decirse que de ser una situación real, de entrar real y personalmente en esa oficina y echar un vistazo, lo único que querrías hacer es salir corriendo de ahí cuanto antes.

Michael y Dwight realizando alguna de sus clásicas investigaciones.

“Esto no me convence”, pensé, pero guiado por mi fe ciega en las recomendaciones familiares, insistí en verla y poco a poco las situaciones incómodas y cada vez más divertidas se fueron multiplicando. Los personajes se fueron enriqueciendo individualmente y fueron enriqueciendo la química del grupo y de sus relaciones cruzadas. Esa química fue en aumento y los guiones explotaron antes que canta un gallo desatando una infinita variedad de panoramas, a cual más sorprendente y rocambolesco. Después de cinco o seis capítulos, básicamente la primera temporada, un servidor estaba totalmente enganchado y para la segunda temporada ya era un auténtico fan. Hay que decir que en medio de las situaciones cotidianas desternillantes y también inverosímiles que se van dando en The Office, la serie se inicia apuntando a uno de sus ejes principales a lo largo de años sucesivos, un tema que siempre engancha al personal: la historia de amor (no correspondido al principio, claro) entre dos personajes, algo similar al amor entre Ross y Rachel en Friends. Él está colado por ella, y ella está prometida con un pedazo de ceporro que trabaja en el almacén de la misma empresa de papel. El “enganche” está asegurado aunque solo sea por los múltiples avatares salen al paso de esta relación de amistad y amor encubierto, relación que te mantiene en vilo y de la que esperas lo que antes o después debe llegar. Pero ni mucho menos es lo único que te deja a cuadros en The Office.

Dwight con el cartel que se hizo a sí mismo para pedirles un aumento de sueldo a sus jefes.


Siendo una obra bastante coral, el auténtico eje central de The Office, su piedra angular, es el jefe de la sucursal de Dunder Mifflin en Scranton, Michael Scott (Steve Carell), que tras siete temporadas ha decidido terminar su participación en la serie la primavera pasada. Aún no he visto nada de la octava temporada y tengo mucha curiosidad por saber cómo salen del paso sin el alma del grupo. La habilidad de los guionistas de The Office para trazar una personalidad como la de Michael Scott y además convencernos de que puede existir una persona así, de hacer que un espécimen así sea verosímil, es digna de un enrome monumento creativo. El tipo es complejo, por decirlo de algún modo. Es al mismo tiempo brillante e idiota perdido, ruin y noble, egoísta y generoso. Es un puñetero desastre como gestor, es gandul e insensato, y sin embargo lleva a su empresa a las más altas cotas de ventas. A veces sientes pena por él, otras veces querrías darle un abrazo y la mayoría del tiempo solo quieres darle una patada en el culo. Las únicas virtudes de Michael Scott reconocidas a lo largo de toda la serie son su habilidad para el patinaje sobre hielo, sus dotes como cantante y su facilidad para cerrar una venta colosal como si nada. De hecho, es como si esto último pasara a pesar de él, casi sin querer. A su lado (también a su pesar) está Dwight Schrute (Rainn Wilson), otra persona que, de existir realmente, te daría tanto miedo como ganas de irte de cañas con él. Atrae y repele a partes iguales. Propietario de una granja de remolachas, número uno en ventas de papel, friki del trabajo y friki en general, duro, imperturbable, disciplinado hasta el extremo, apasionado de Harry Potter, Battle Star Gallactica y El Señor de los Anillos, ayudante voluntario del Sheriff del distrito, conocedor de todo lo concerniente a osos y otros animales, versado en mil materias… Dwight es una auténtica pieza de museo. Después de servir a su jefe y amigo Michael Scott, tiene dos objetivos: ser el director regional de la oficina y deshacerse de su compañero Jim Halpert. Bueno, y también reconquistar el amor de Angela Martin, del departamento de contabilidad, en la segunda historia de amor de la serie que es una auténtica mina de oro, porque la tal Angela es también para echarle de comer aparte.

Jim y Pam: la primera historia de amor de la empresa Dunder Mifflin.

Jim y Pam son los enamorados. Pam es la recepcionista de la empresa y como dije antes, al inicio de la serie estaba comprometida con Roy, trabajador del almacén. Desde el principio se ve que en el fondo, Pam está coladita por Jim. Aunque no se atreve a dar el paso, se divierte y disfruta de la compañía y la conversación de Jim más que la de su novio. Por su parte Jim es un joven desmotivado en un trabajo que no soporta, un chaval divertido, sarcástico y bromista pero algo gandul: el típico payasete liante del colegio. La sucesión de bromas que le gasta a Dwight, muchas de ellas con la complicidad de Pam, es para enmarcar. El otro protagonista es Ryan, un joven estudiante de empresariales que llega a la oficina en el primer capítulo, a través de una empresa de trabajo temporal. Ryan tiene aires de grandeza, quiere llegar lejos y aunque no logra cerrar ni una sola venta en su periodo como becario, asciende de manera fulgurante en la compañía. En un suspiro y gracias a “los de la central”, Ryan pasa de ser el último mono a ser el directivo superior a Michael Scott y a trabajar en la central de la compañía, en Nueva York. Amado y admirado por Michael desde que llegó a la empresa, Ryan se transforma en el típico joven ejecutivo agresivo, soberbio, que se cree que lo sabe todo y que está de vuelta en el mundo de los negocios. También cae en las tentaciones del dinero, la droga y las mujeres y acaba cómicamente del mismo modo en que empezó, como becario en la sucursal de Scranton. Además de los citados, en The Office hay más personajes importantes y, antes o después, todos tienen su momento: Andy Bernard (Ed Helms) llegó en la tercera temporada y es un personaje perfecto para generar millones de situaciones cómicas con los demás, y sobre todo con Dwight. Luego están Toby, Kelly, Phillis, Kevin, Óscar, Stanley, Meredith, Darryll, Jan…  Y uno de mis favoritos: Creed Bratton. Creed es el abuelo de la oficina, un personaje excéntrico y que además, mentalmente parece estar bastante desequilibrado. Tiene un pasado oscuro y unas aficiones extrañas y misteriosas. Sus intervenciones en la serie justificarían por sí solas el refrán aquel de “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Otra cosa curiosa es que (casi) todos los personajes de la serie tienen el mismo nombre que en la vida real, aunque diferente apellido.

Creed Bratton: "Cuando Pam herede la vieja silla de Michael, yo heredaré la silla de Pam y tendré dos sillas. Ya solo me quedará una". A saber qué cojones quería decir Creed con esa frase. Nadie lo sabe.

Según contaban en un reportaje los guionistas de The Office, con Greg Daniels a la cabeza, el éxito de la serie residía (además de en su carácter novedoso, en los guiones perfectos y en los buenos actores bien dirigidos) en la dinámica de trabajo creada: tras las reuniones de ideas entre los guionistas, donde se van trazando las líneas argumentales básicas, uno de ellos es el encargado de “llevarse” el material aportado por todos y escribir el episodio. Después, ese guionista permanece en el plató durante las sesiones de grabación y mantiene un contacto directo con los actores, a los que deja “juguetear” con los diálogos, les da libertad para aportar ideas e incluso improvisar. Una vez que los actores han sacado el jugo a los diálogos y han aportado e improvisado, casi siempre se vuelve al guión escrito previamente pero dándole un aire más fresco y espontáneo, que al final parece fruto directo de la improvisación. The Office es una comedia así: es fresca y está llena de sarcasmo, de ironía… En ciertos momentos se nota el espíritu crítico de sus guionistas y productores, la mentalidad abierta y la genialidad que nos regalan algunos norteamericanos, y que hacen que a veces tenga que reconocer lo mucho que les admiro (a esa clase de norteamericanos, claro). Nadie lo puede hacer mejor.

Ryan: tan pronto asciendes como vuelves a bajar.






jueves, 3 de noviembre de 2011

De comedias televisivas (1ª parte)



Es estupendo eso de tener muchos hermanos mayores, porque siendo crío (y también siendo ya mayor), en temas como el cine, la música, la literatura o la televisión, es como tener muchas cañas de pescar puestas hacia el mundo exterior. En mi casa (la de mis padres), cuando vivíamos todos juntos hace unos cuantos años, cada uno se traía sus cosicas de fuera. Luego ya si esas cosas te gustaban o no, eso era otro cantar. En lo tocante a televisión y en el tema concreto de las comedias televisivas, allí casi siempre había quórum. Quizá fuera por cuestiones genéticas y por apreciar el cachondeo de manera natural, pero desde aquellos lejanos tiempos de la uno y la dos, del himno de España y de la carta de ajuste a la medianoche, recuerdo las reuniones en torno a las chanzas verdosas de Benny Hill, las vicisitudes de aquel matrimonio británico al que llamaban Los Ropper, la divertida convivencia de Las chicas de oro, los variopintos personajes que rondaban el bar de Cheers y el hilarante choque cultural de Will Smith con sus tíos y sus primos pijos de Bel Air. En tiempos más recientes hemos disfrutado de las paranoias de Jerry Seinfield y sus amigos, y de las de Fraisier con su padre, su hermano y los oyentes de su programa radiofónico de ayuda psicológica. Estas dos no las seguí de manera regular en su momento, pero poco a poco intento enmendarlo. Son muy buenas.


He nombrado comedias televisivas norteamericanas y británicas. Quizá con menos pasión, también me he divertido y me divierto con producciones españolas como “Siete vidas” (claramente inspirada en ritmo, acidez y frescura en la serie americana que reservo para el siguiente párrafo), Los Serrano (me gustaba hasta que se les fue la pinza y empezaron a cagarla, por ejemplo con el grupo musical de los críos y otras chorradas fuera de lugar), y Aquí no hay quien viva, que diría que es la mejor comedia española de televisión. Sin embargo, nunca compartí el entusiasmo por Farmacia de Guardia (me parecía algo ñoña) ni lo comparto por Aída (demasiado centrada en lo grotesco). Si a algún lector de estas líneas le gustan esas series, que me perdone; reconozco que no las he visto demasiado pero no me despiertan interés. A pesar de que en España tenemos buenas aptitudes para la risa, últimamente nos ha dado por imitar/versionar clásicos americanos como dos de las series que he nombrado antes, Las chicas de oro y Cheers. No puedo entender que se demuestre la falta de ideas de manera tan explícita, y que se sea además tan insensato como para pensar que se puede igualar las cotas de genialidad de los originales sin perecer en el intento. Increíble, de verdad. Por terminar con España, mi admiración y buenos momentos televisivos se centran más en los cómicos/humoristas españoles que en las series de comedia. Cada uno con su estilo, ahí sí que hemos dado y seguimos dando mejor nivel: Gila, Eugenio, Martes y Trece, Faemino y Cansado, Tricicle, el Gran Wyoming, Cruz y Raya, o los muy geniales “chanantes” (soy fan), que además de ser muy divertidos, han dado una vuelta de tuerca al humor patrio. Con su punto absurdo y lúcido como unos Monty Phiton a la española, y al mismo tiempo rurales y urbanos, han descentralizado el humor en España demostrando que uno se puede reír con gente de fuera de Madrid, Cataluña y Andalucía.


Volviendo a las comedias de televisión anglosajonas, mención aparte merece Friends, esa excelsa obra maestra de la comedia, todo un clásico que habré visto de principio a fin no menos de veinte veces y de la que me sé de memoria muchos diálogos, en español y en la versión original. Y no lo tenía claro, al principio pensaba que trataba de otra americanada de jóvenes pijoteros neoyorquinos… ¡Menos mal que subsané ese error de apreciación! Lo de Friends ha sido auténtica devoción y eso presenta sus pros y sus contras. Los pros están claros: muy buenas risas cuando estás bien y un empujón terapéutico al ánimo cuando estás un poco de bajón. El problema viene cuando tu serie de culto se acaba, cuando deja de emitirse. Piensas, ¿Y ahora, qué? ¿Con qué me voy a reír? Sigues viéndola en DVD pero ya no es lo mismo. Tarde o temprano necesitas más, echas en falta nuevas situaciones para tus personajes favoritos. En esos momentos soy reacio a abrirme a otras comedias, la verdad. Es como cuando cortas con tu novio/a y pasas un tiempo en que te da pereza conocer a otras personas. Si llega alguien justo entonces, le dices aquello de “no es por ti, es por mí” y “perdona, pero es que acabo de salir de una relación muy seria con una serie cómica y no estoy preparado para reírme con otra serie”. Por fortuna, antes o después llega algo nuevo y te embarcas casi sin querer. De pronto conoces nuevos personajes que se hacen familiares y ya estás de nuevo partiéndote de risa.


Reconozco que después de Friends, pensé que no volvería a vivir el amor por otra serie cómica de forma tan intensa. “Ya está, no se puede hacer mejor”. Por fortuna me equivoqué, porque entonces irrumpieron dos obras maestras casi a la vez y vi los cielos de la comedia nuevamente abiertos: me refiero a Larry David (Curb your enthusiasm) y The Office. Aunque en España están pasando un poco de puntillas (por culpa de los canales de televisión, que no las potencian, ni las cuidan ni las ponen en buena franja horaria) y aunque han tenido una respuesta dispar entre la audiencia estadounidense (The Office alcanza mejores índices de audiencia que CYE), ambas se encuentran ya en plena madurez y en USA se están emitiendo sus octavas temporadas, para regocijo de todos sus fieles seguidores. Y claro, yo no sé qué pensarán los demás, pero llegados a ese punto empiezo a temer el momento en que las dos se terminen y vuelva a estar huérfano de una comedia de culto. Dedicaré la próxima entrada de este blog a hablar más detenidamente sobre Curb your enthusiasm y The Office, por si se las descubro a alguien y porque merecen la pena. “En habiendo” DVD’s, ¡nunca es tarde para engancharse!

Los protagonistas principales de The Office (NBC)
Larry David como él mismo en Curb your enthusiasm (HBO)

lunes, 31 de octubre de 2011

Japi jalogüín (Feliz Halloween)

Reconozco que hace unos años, me mostraba más que reacio a la importación de esta fiesta norteamericana (¿es originaria de norteamérica? No sé, lo mismo se la robaron a alguien anteriormente). Era muy, muy crítico con esto. Tanto que alguna vena se me hinchaba y todo. Luego ha ido pasando el tiempo y creo que ya no solo no soy reacio a la celebración del Jalogüín en España, sino que incluso me parece bien. No, no se trata de sustituir al día de todos los Santos. No hay que cortar el paso a los cementerios, ni impedir llevar flores y traer recuerdos de los seres queridos que se fueron. No hay que quitar los puestecicos con dulces típicos que se instalan en la murciana plaza de San Pedro, pero admitamos que tampoco nos hemos encargado de cuidar nuestras tradiciones lo suficiente y que no ha sido por culpa de los americanos. Mis padres me cuentan cómo vivían hace años esta noche y el día de mañana, y es que ya no es lo mismo y a duras penas puede serlo. Está claro. Ojo, aquello tenía su punto de acojone. Si yo hubiera sido un crío como mis padres, en aquella época, menudo miedo habría pasado.

Digo que ya no me parece tan mal celebrar el Jalogüín, porque me he dado cuenta de que mi actitud anterior era un poco chovinista. A fin de cuentas, se trata de una fiesta. ¿Por qué vamos a objetar celebrar una fiesta? Por muy americana que sea. Mi hija mayor se lo pasó pipa el otro día en un cumpleaños vestida de vampiro. Pues muy bien. Ahora pienso que no hay para tanto, de verdad. Celebremos, celebremos más fiestas. ¿Por qué no conocer la manera en que se celebra este día en otros países? Todo es cultura, no hay peligro, no es que estemos importando la ablación, las lapidaciones, las asociaciones de armas o la inyección letal. Por una fiesta no hay que echarse a la calle a lanzar octavillas. En Murcia, por poner un ejemplo conocido por todos, tenemos una fiesta que hoy en día es patrimonio de todos los murcianos y motivo de gran orgullo (aunque a mí, sinceramente, ya no me gusta nada): el Entierro de la Sardina. Pues bien, es un hecho ampliamente reconocido que esa fiesta no existió en Murcia hasta el siglo XIX, y que fue importada desde Madrid por unos estudiantes. De hecho, hay un cuadro de Goya que refleja el Entierro de la Sardina madrileño. Ahora, según creo, allí ya no se celebra y la fiesta es solo murciana, murcianísima. La aderezamos a nuestra manera, le cambiamos algunas cosicas y ale, fiesta local. Tal vez en su momento hubo murcianos de los de pura cepa que criticaron la osadía de aquellos jóvenes estudiantes, por traer una fiesta de fuera, de esos madrileños chuletas.

Otro ejemplo más global: mirad al gordinflas este del Papá Noel. Sus raíces se hunden en Europa. No tengo mucha idea de esto y lo mismo me equivoco, pero hay quien dice que se trata de San Nicolás y que era español. ¿Puede ser? También he oído que el color original de los ropajes de este filántropo entrado en kilos, amante de los niños y de la felicidad, era otro y que la Coca-Cola se lo cambió al rojo, uno de sus rasgos corporativos. En mi casa se hace un pequeño obsequio en nombre del Santa de las narices, y el resto es cosa del Baltasar, el Rey Mago adjudicado a las labores de traernos felicidad en forma de regalos (lo más útiles posibles, y siempre dentro de lo que podemos llamar "sano intento de consumo responsable").

Eso me lleva a otra de las ideas que me han rondado la cabeza en los últimos días y que han hecho que definitivamente, al final, la celebración española del Jalogüin ya no me desagrade en absoluto: tanto me he quejado en el pasado por este tema, y tanto se sigue quejando mucha gente aún hoy, y sin embargo los españoles nos hemos lanzado con pasión a copiar de los norteamericanos cosas mucho más chungas que una simple e inocente fiesta. Por ejemplo, la puñetera comida rápida, que pa un rato está bien, pero cuyo concepto no deja de ser un atentado al plácido acto de comer (y de comer bien), además de generar mierda y más mierda sin control y sin el mínimo intento de reciclaje. Más cosas: la moda de los centros comerciales, de coger el puto coche hasta para ir a mear, y de meternos todos en atascos, para colapsar esos lugares prefabricados con miles de tiendas, con más restaurantes de comida rápida, con cines y con boleras. Hemos copiado el consumismo, el individualismo, la irracionalidad de una vida estresada y estresante, hemos perdido mucho en cuestiones de comunicación directa, de relaciones sociales... Nos encaminados a una copia exacta de la existencia más vacía y triste provocada por el capitalismo despiadado. ¿Y el lenguaje? Con esto de la informática, la tecnología de los huevos y las redes sociales, todos los días atentamos contra la lengua de Cervantes. ¿Y la publicidad? Otra que tal baila, y también metiéndonos el inglés por las narices. Ojo que a mí me encanta el inglés, estudiarlo, escucharlo y hablarlo, pero el "connecting people", el "driving quality" y el "perfectly you" me tienen ya hinchao. ¿Véis cómo se puede uno encabronar por cosas más chungas que una simple fiesta americana?

Lo dicho, celebrar y dejar celebrar, que ya tenemos bastantes motivos para la indignación. Feliz día de Todos los Santos, Japi Jaligüín y feliz noche de me toco las narices en el sofá y veo mis series favoritas.

domingo, 30 de octubre de 2011

Roma (y II)

Desde un día fresco y lluvioso de Murcia, sigo recordando Roma. La lluvia en Roma no modifica el ruido y la contaminación, pero tiñe de una aureola aún más sugerente a los monumentos provocando su reflejo en los adoquines resbaladizos, y, además, sustituye como por arte de magia, en décimas de segundo, el género ofrecido por los vendedores ambulantes a la marabunta de turistas que, como protones despistados, chocan unos con otros e interfieren en la trayectoria de los demás sin saber adónde van. Los inservibles artilugios luminosos que se lanzan hacia el cielo romano y caen despacio haciendo chiribitas, las estridentes pistolas-pompero y las bolas metálicas imantadas que vibran y hacen ruidico al tocarse, de pronto cambian de forma y tamaño y se convierten en paraguas de colores que se rompen al abrirlos y cerrarlos más de una vez. También existe otro tipo de paraguas de adquisición ambulante, un poco más caro, que se rompe al abrirlo y cerrarlo más de dos veces (dentro del lenguaje capitalista, lo llamaríamos “de usar, usar y tirar”). Compensa porque su precio no es exactamente el doble del anterior, sino solo un 33% más elevado, e incluso puede salir más barato si el comprador está tocado con la virtud del regateo (de la que yo carezco por completo). Aún hay un tercer tipo de paraguas romano que no es de venta ambulante, porque los vendedores no tienen tres brazos para sujetar la mercancía: lo encontramos en tiendas de souvenirs, aguanta más si se le trata bien y viene adornado con la Venus de Botticelli o con los angelitos de Rafael. Ese es mi tipo de paraguas, el que paseo orgulloso las pocas veces que llueve en Murcia, aunque ya lo tenga medio roto y aunque sea tan pequeño que apenas dé para taparme la cabeza. Tengo que volver a Roma para comprarme otro.


He dicho antes que la lluvia no modifica el devenir ruidoso y contaminante de la Roma de hoy. Bueno, sí que lo hace, especialmente en lo tocante a cuestiones de seguridad peatonal (y es que si crees que hay cosas que no pueden empeorar, con este tema te equivocas). El nivel máximo de peligrosidad para cruzar una calle se lo lleva, sin duda, el “paso de peatones” que atraviesa la Vía del Teatro Marcello hacia el inicio de la escalinata de la plaza del Campidoglio. Lo de la Vía 20 de Septiembre es jugar en un parque infantil en comparación con esto. En condiciones normales, intentar pasar por ahí se puede considerar legalmente como tentativa de suicidio, pero si encima está lloviendo (se sobreentiende que el conductor tiene menos visibilidad y que además, por alguna extraña razón, al ver caer agua del cielo está más encabronado, tiene más prisa y piensa que la lluvia le exime de sus obligaciones circulatorias), resulta que tentativa de suicidio y suicidio efectivo se funden en la sola acción de poner un pie en la calzada. Vuelvo a lo del otro día: “¿merece la pena?”. Y repito que (si no te matan) la merece. Con la excitación de haber salvado la vida, comienzas a subir por los escalones cómodos, anchos y ligeramente inclinados que trazó Miguel Ángel, emulando a las tablas de madera que se colocaban sobre la pendiente de tierra de la colina para poder escalarla. Vas subiendo, digo, y dejas la larga escalinata de Santa María in Araceli a tu izquierda mientras centras la mirada en las enormes esculturas de Cástor y Pólux que te esperan allá arriba, para darte la bienvenida. Una vez en la cima, recuperas la respiración normal contemplando el trapecio que forman las fachadas de los palacios que flanquean la plaza (los actuales Museos Capitolinos). Admiras el pavimento de líneas geométricas que se entrecruzan creando un óvalo en torno a la estatua ecuestre de Marco Aurelio y te sientes trasladado al Renacimiento. Solo unos pasos más te separan de la gloriosa Roma Imperial, al otro lado del Palacio Senatorio (actual ayuntamiento de Roma), en lo que supone el mejor patio trasero de todos los tiempos. La visión del foro romano desde tan privilegiado palco, de las enormes piedras de su vía principal, de sus arcos de triunfo y de las gigantescas columnas de los templos, que son esculturas en sí mismas y que se yerguen orgullosas como sobrevivientes del pasado, por un instante puede marearte. Después deslizas la mirada hacia la derecha, hacia los cipreses que, no menos orgullosos que las columnas del foro, presiden la colina Palatina como si la hubiesen trepado y conquistado. Y al fondo, el Coliseo te enseña uno de los extremos de sus arquerías aún conservadas, interrumpidas súbitamente como si las hubieran cortado a cuchillo.

¿Cómo estructurar los muchos recuerdos que me trae Roma? ¿Por áreas espaciales como Trastevere, foros, Vaticano…? ¿Por conceptos como “fuentes”, “plazas”, “iglesias”…? Por rendir homenaje a la esencia de la propia ciudad, lo ideal es hacerlo sin ningún tipo de orden racional. Por ejemplo, y ya que acabo de describir la vista sobre el foro romano, recuerdo el Coliseo, ese edificio a medio desmantelar, de musgo y de gatos entre las piedras. Me impresionó la primera vez que lo ví, pero me impresionó más en la noche del Jueves Santo de 2006: la enorme cantidad de gente concentrada a su alrededor no evitaba la sensación de recogimiento en la penumbra, y las antorchas bajo cada uno de sus enormes arcos iluminaban con sutileza las piedras que, a la luz del día, se muestran ennegrecidas por la contaminación. Los cantos y las oraciones en diferentes idiomas resonaban con fuerza. También tengo que añadir que, pasada la impresión por la estética litúrgica y por el ambiente de meditación, comencé a reflexionar sobre la fácil posibilidad de un atentado terrorista. Lo siento, siempre me pasa por la cabeza cuando veo tanta peña junta, pero muy pronto dejo de darle vueltas. No soy tan paranoico ni tan asustadizo con el particular (con otras cosas sí). Cerca del Coliseo, recuerdo subir por estrechas y empinadas calles en busca de San Pietro in Vincoli, lugar de reposo eterno para el papa Julio II. La descomunal tumba que encargó el pontífice a Miguel Ángel y que debía presidir sin pudor la basílica de San Pedro del Vaticano, quedó en la humilde capilla de mármol de la iglesia de San Pedro encadenado, protagonizada por el Moisés de mirada encendida y cólera inminente. Cuando fuimos a verlo, se estaba celebrando una boda en la iglesia. Por un segundo desvié el objetivo de mi cámara desde el Moisés hacia el altar donde estaban los novios, con sana intención antropológica, y la enorme mano de un “gorila” vestido de negro me hizo bajar la cámara hasta el suelo. ¿Quiénes serían los novios? Dejemos al margen el tópico de la mafia, digamos que eran simples peces gordos con vigilantes de seguridad a sueldo, tal vez armados, que velaban por la intimidad del enlace matrimonial en una iglesia muy dada a las visitas turísticas. Mola.

Hay más recuerdos de mis encuentros con Roma. Recuerdo las fuentes monumentales y me gustan todas, pero si por una de esas cosas raras que a veces suceden en la vida, un tipo como el gánster de la boda me obligase a elegir solo una so pena de reventarme la cámara de fotos contra el suelo de San Pietro in Vincoli, la elegida sería una fuente no demasiado grande ni tampoco archiconocida: la barcaza de Pietro Bernini, situada a los pies de la siempre bulliciosa plaza de España. ¿Y si el mismo fulano me obliga a elegir una iglesia romana? A veces es muy difícil elegir y sin embargo siempre terminamos haciéndolo. La tarea pasa de difícil a imposible hablando de las iglesias de Roma, por cantidad y calidad. El otro día las comparé con catedrales, aunque no todas sean de grandes proporciones: una iglesia pequeña puede impresionar y tener más dignidad que un templo enorme y colosal, y para muestra, Santa María in Trastevere, Santa María in Cosmedin o la sobrecogedora de San Carlo de las Cuatro Fuentes. Algo más grandes son las de San Andrés del Quirinal, Santa María de la Victoria o San Luís de los Franceses… En esta me tropecé por casualidad, en mi último viaje, con el cuadro de “La vocación de San Mateo”, obra del genial Miguel Ángel Merisi “Caravaggio” (Forrest Gump diría que las iglesias de Roma son como una caja de bombones; nunca sabes qué obra maestra te puedes encontrar en su interior). Luego están las gigantes y apabullantes iglesias de Santa María la Mayor, la catedral romana de San Juan de Letrán o las acojonantes iglesias jesuíticas del Geisú y San Ignacio de Loyola. Es que son así, acojonantes. Recuerdo especialmente la primera vez que entré en la de San Ignacio, situada frente a un precioso ejercicio barroco de urbanismo y arquitectura lleno de líneas cóncavas y convexas. “Cielosanto” piensas al ver San Ignacio por dentro, y nunca mejor pensado. Vaya bóvedas celestiales, vaya pinturas… Tela marinera. Impresionante también pero de otro modo y de dimensiones totalmente opuestas, sería el templete de San Pietro in Montorio, un armónico juguete circular diseñado por Bramante en suelo español, como quien dice. Allí al lado, en la ventana de la embajada de España, vimos un gatete haciendo honor a nuestro país con una apacible siesta pública. Todo un monumento a las buenas costumbres españolas. Me acerqué y le eché una foto sin despertarlo.

Mi primer viaje a Roma, que relaté parcialmente en la entrada anterior de este blog, nos cundió mucho a pesar del retraso provocado por la huelga. Vimos y vivimos muchas cosas, sin prisa pero sin pausa y, lo que es mejor, sin hacer cola. Este detalle es muy importante porque en los dos siguientes viajes, lo que más vimos fueron colas y esperas kilométricas hasta para respirar. Todo lo que ya habíamos visitado y disfrutado casi en soledad, como la cúpula de San Pedro del Vaticano, los Museos Vaticanos, el Coliseo o la “boca de la verdad”, estaba rodeado, hostigado y casi sitiado por una marabunta incesante de turistas puestos en filas más o menos disciplinadas. No nos vino mal: obligados por las circunstancias, en los dos viajes siguientes descubrimos y disfrutamos otros lugares. Por ejemplo, en el viaje de 2006 el descubrimiento fueron los bocatas hechos con pan de pizza (los devoramos acompañados de cerveza en un banco junto al Castel Sant’Angello), los helados (enormes y baratos, ya sea en tarrina o en cucurucho, y que resultan aún más exquisitos mientras ves la vida pasar por la plaza Navona) y los jardines de Villa Borghese, maravillosos: por un lado la vista sobre la plaza del Popolo, y por otro el bosque con sus pinos enormes. Cuando los vi me acordé de los pocos pinos supervivientes de Churra, y ahora, cuando veo los pinos de Churra recuerdo a sus parientes de Villa Borghese, mejor acompañados, más cuidados y respetados. Otro recuerdo curioso de Roma que me viene a la mente es el de los pájaros de la plaza Cavour. En el primer viaje teníamos el hotel junto a dicha plaza. Cada vez que regresábamos para descansar un rato, a media tarde, escuchábamos desde bien lejos las bandadas de pájaros gritando, que no piando, arremolinándose entre las copas de los árboles como si estuvieran chiflados. Quizá Hitchcock se inspiró en ellos para su inquietante película “Los pájaros”. Es brutal. Por eso me alegré al leer hace tiempo, en un reportaje sobre Roma de una revista semanal, la misma apreciación sobre las aves de Cavour. Un recuerdo más de la zona: el restaurante La Francescana. Barato, buenas pizzas y un dueño siciliano parco en palabras pero amable. Hemos repetido varias veces.
Mi último viaje romano hasta la fecha fue familiar, un amplio y divertido éxodo grupal en el que reviví momentos y volví a contemplar lugares, aunque como siempre que uno va a Roma, también visité cosas que no había visitado aún (y las que me quedan). Por ejemplo, vi el Ara Pacis, que ha estado en obras de restauración y adecuación durante varios años. Me gustó mucho no solo el monumento en sí, sino también la puesta en escena, la musealización, tan alejada de las modas que rigen hoy en nuestra Murcia: allá, la neutral pureza del blanco en las paredes, y aquí el angustioso color negro que te aplasta; allá los espacios diáfanos que se apartan y dejan protagonismo al propio monumento, y aquí los paneles que entorpecen y que ocultan más que muestran; allá los grandes ventanales y la luz natural, y aquí la agobiante luz artificial de los focos, gastando energía a lo bestia mientras cegamos las ventanas con madera; allá la recreación con sencillas y claras maquetas, y aquí la obsesión por los audiovisuales, por las reconstrucciones informáticas y por las pantallicas que se rompen cada dos por tres y que cuesta un huevo arreglar. Cuánto tenemos que aprender…
Roma, arriba, versus Murcia, abajo.

Y ya para acabar (podría escribir y escribir sobre Roma sin parar) me dejo para el final dos plazas muy distintas entre sí: la de San Pedro del Vaticano y la plaza de la Rotonda. La plaza ovalada de Bernini, con sus brazos columnados y sus fuentes laterales gemelas, es un espacio precioso y muy disfrutable cuando cae la tarde-noche y se vacía de gente. Y eso a pesar del golpe que le asestó Musolini abriéndola por fuerza a la Vía de la Conciliación, arrebatándole conceptos tan típicos de las plazas barrocas como el dentro-fuera y la evitación de amplias perspectivas. No esperaba que me gustase tanto la sensación que transmite esa plaza y menos aún lo mucho que cambia a ciertas horas, el aire que se respira y la belleza de las fuentes iluminadas. Solo hay que sentarse en un bordillo, relajarse y contemplar la escena nocturna: algún coche de policía perdido, algún operario limpiando o moviendo las vallas metálicas que tratan de imponer orden durante el día, un número más razonable de turistas desperdigados y el sonido del agua de las dos fuentes, que se vierte desde las copas altas y lanza sus destellos sobre las luces sumergidas. La otra plaza ya la referí en mi anterior entrada: la de la Rotonda. No sé porqué no se enseña ninguna fotografía de dicha plaza cuando se estudia el Panteón de Agrippa. Lo que hablamos del contexto. El Panteón impresiona al empezar a estudiarlo en la distancia, al conocer su historia, su construcción y su estética, pero lo que no te puedes imaginar hasta que no vas son las dimensiones de las columnas y de la cúpula, y tampoco la belleza del conjunto que forma con la plaza. Me traslado mentalmente y ahí estoy, sentado en los peldaños de la fuente que hay delante, mirándolo, respirándolo… Casi parece insultante de majestuoso y de bien conservado. Un pedazo de templo del siglo II de pie, delante de mí, con dos cojones. Luego miro a los lados de la plaza, a los sencillos edificios que la rodean, algunos coloreados, y miro a sus ventanas de madera. Pienso que son decorativas y me imagino que esos edificios están vacíos por dentro, como las casicas de corcho que ponemos en el Belén. Me imagino que la luz que sale por las ventanas proviene de una bombilla gigante que está metida bajo el edificio. Siempre me pregunto: “¿quién será el cabrón que vive ahí?”. Que lo disfrute, de verdad. Luego miro las calles adoquinadas que llegan a la plaza, estrechas y algo tortuosas, y que como grifo abierto no paran de derramar turistas más o menos despistados, más o menos cansados, más o menos perplejos al darse cuenta de pronto de que están en la plaza de la Rotonda y de que ahí tienen al Panteón, esperándoles durante casi dos mil años para ser captado millones de veces con millones de cámaras digitales. Ahora que no estoy en la plaza de la Rotonda, me la imagino en este mismo instante. Sé que está ahí y que el ambiente debe ser el mismo de siempre. Me relajo pensando que por medio solo hay un par de horas de vuelo, pero luego me pongo un poco nervioso pensando que también hay un insufrible desplazamiento junto a un taxista kamikaze. Aún así, merece la pena.

viernes, 21 de octubre de 2011

Roma (I)

¡Ay, Roma! Roma al revés es “amor”. Seguro que esta chorrada ha transitado por la mente de millones de castellano-parlantes antes de hacerlo por la mía. La verdad, lo desconocía hasta que se me ocurrió mientras saboreaba una pizza indiscutible en un restaurante cercano al Coliseo, en la noche del Jueves Santo de 2006. Generalmente, para un historiador del arte Roma es algo así como la Meca y como un parque de atracciones de alto valor estético: una mezcla perfecta de religión y ocio. El tener que ir y el querer ir, obligación y voluntad, se unen en perfecta armonía, y claro, la devoción y la fascinación por la ciudad eterna antes del viaje suelen transformarse en amor declarado tras la primera visita, aunque todo es matizable. Yo tardé “bastante” en caminar sobre sus adoquines, contaba con 27 primaveras y acababa de casarme. Luego he regresado y espero volver pronto. Para volver a Roma, me vale el mismo argumento que para ver una buena película dos mil veces y una más, y es que siempre la disfrutarás y siempre descubrirás cosas nuevas.








Antes de ir a Roma, lo primero que quería saber era la forma en la que sus monumentos estaban distribuidos por el espacio. Los había estudiado, los había admirado en fotos, pero cada uno de ellos formaba un núcleo asilado de los demás dentro de mi cabeza. Roma era el elemento en común, el todo y la suma de sus partes, y debía extenderse de algún modo entre la Capilla Sixtina, el foro romano, el templete de San Pietro in Montorio y el Panteón de Agrippa, por citar unos pocos ejemplos. La pregunta era: ¿cómo? Vale que todas esas cosas y muchas más puedan juntarse en las páginas de un libro, pero ¿cómo pueden unirse en una misma ciudad? Antes de ir a Roma, me parecía inexplicable. Todavía hoy, después de haber ido tres veces, me lo sigue pareciendo. En los días previos al viaje escudriñé planos de papel en busca de respuestas anticipadas, recorrí calles estrechas y serpenteantes con la yema de mi dedo índice y traté de memorizar decenas de recorridos. Hay que decir que en 2004, al menos para mí, el Google Earth y su Street View formaban parte del futuro. No sé si ya existían, pero mis recursos fueron los planos de toda la vida, algunos documentales y películas como “Vacaciones en Roma”. Algo pude intuir de la idiosincrasia de la ciudad viendo a unos jóvenes Gregory Peck y Audrey Hepburn al manillar de su intrépida Vespa, haciendo el loco por Roma en blanco y negro como lo hacen los romanos anónimos de hoy a todo color. No lo podía imaginar hasta que no lo vi con mis propios ojos, pero es cierto.




Como decía, mi primer viaje a Roma fue el de la llamada “luna de miel”. Hay que ver, ya suena a expresión arcaica… Hace años, pero no tantos, viajar, y viajar “lejos”, era una circunstancia excepcional que se daba en contadas ocasiones en la vida de una persona. De esas pocas ocasiones, la que se daba justo tras tu boda debía ser la mejor. Sigo pensando que aunque ahora viajar ya no sea tan extraño, aunque lo hagamos a la mínima que pillamos un puente de tres días (quizá tirándonos dos en un avión), el viaje de novios o “luna de miel” es el mejor viaje de todos. Lo decía mi cuñado Jose y tenía razón: no es solo el hecho de estrenar tu nuevo estado civil con un viaje, ni tampoco el que se te recompense la larga, estresante y farragosa tarea de organizar una boda con unas vacaciones de quince días establecidas por ley… Es que todo eso ayuda a que lo disfrutes de una manera especial. En esos momentos sabes que, si todo marcha bien, harás más viajes en tu vida pero ninguno en esas mismas circunstancias.

Pues bien, para tan especial viaje elegimos Roma (junto con unos días en Florencia y un fin de trayecto en Venecia). Optamos por el Valhala del historiador del arte, y mis dudas al respecto de lo que rodea y envuelve a tantas obras maestras de arquitectura, pintura y escultura, se fueron aclarando en primera instancia con un hecho que poco o nada tiene en común con el ánimo de unos recién casados: “scioppero generale” o algo así, es decir, huelga general. Sí, el mismo día de nuestra partida, a las seis de la mañana y frente al mostrador de Iberia en el aeropuerto del Altet, nos enteramos de que Italia tenía una primera sorpresa reservada para nosotros. Bien es cierto que aquí la culpa no es de los romanos y que su intención no fue sorprendernos: la huelga general en el sector del transporte estaba convocada desde hacía semanas, pero nadie en Viajes Iberia consideró oportuno avisarnos. El vuelo tenía escala en Barcelona y desde allí estaban cancelados todos los vuelos a Italia, así que nos fuimos a Madrid y, tal y como hacían los que esperaban un salvoconducto en el bar de Rick para salir de Casablanca, tirados en una silla de Barajas esperamos nosotros la manera de llegar a nuestra luna de miel. El gozoso momento se produjo unas ocho horas después de lo previsto, pero había más: cuando al fin llegamos a Roma, el transfer al hotel que habíamos pagado no contaba con nosotros en su lista de viajeros. El hombre que sostenía el cartel de Viajes Iberia, tras simular incomodidad con una mueca (en realidad le importaba un pijo), nos invitó a tomar un autobús y luego un metro (y ya puestos, también un carro de heno, un patinete y un triciclo), guardar los tickets y pedir el abono a la agencia cuando estuviésemos de vuelta. “Sí, hombre, sí”, dijimos con acritud. Nos montamos en un taxi que nos dejara sin trasbordos en la puerta del hotel, guardamos el recibo y aún estamos esperando que Viajes Iberia nos lo abone, cosa que jamás sucederá.




Nos montamos en un taxi, sí, y digo la verdad si afirmo que a los dos minutos de iniciar el traslado a Roma, el shock mental que nos produjo enterarnos de la huelga, el cansancio por el horrible día de estar tirados en aeropuertos y el enfado por no tener transfer desaparecieron de nuestra mente. En el fondo, ¡qué buen rollo, los romanos! Gracias al taxista se borraron los malos tragos. Y se borraron de golpe, nunca mejor dicho. Esperé un golpe fuerte durante todo el trayecto: con el coche de enfrente, con el camión de al lado, con la moto del otro lado, con el quitamiedos de la autovía (el “metemiedo” de la “autostrada”)… Y ya por las calles de la ciudad, esperé el golpe contra los árboles, contra los bordillos, contra los abuelos suicidas que se lanzaban delante de nosotros para cruzar la calle… El taxista no estaba alterado, o al menos, no por esos hechos. Nos hablaba de lo divertida y bonita que es Roma, de su trabajo, de los turistas que han tomado el Trastevere y de los sitios buenos que conoce para comer bien y que nadie más conocía. Todo ello gesticulando alegremente con las dos manos, soltando durante interminables segundos el volante. El hombre era muy educado: mientras nos hablaba no dejaba de mirarnos a los ojos en señal de respeto y atención, en lugar de mirar hacia la carretera. Yo, sentado en el asiento del copiloto (el asiento de “la-palmo-fijo”), me agarraba al chasis del vehículo, echaba la cabeza hacia atrás y varias veces hice el gesto instintivo de pisar un freno imaginario con mi pie derecho, deseando que aquel fuera un coche de autoescuela con doble mando. Solo un momento de relax y alegría: en un atasco, en la Vía del Teatro Marcello, el coche no tuvo más remedio que detenerse. Miré a la derecha y de pronto vi la escalinata que asciende hasta la plaza del Campidoglio, cuyos edificios iluminados se asomaban a la noche romana. Luego pasamos por el caos del caos, es decir, por el requetecaos de la plaza Venecia, presidida por el “pequeño y discreto” monumento a Víctor Manuel II. Luego callejeamos hasta el río Tíber, imperceptible por la falta de luz, lo cruzamos y llegamos al hotel junto a la plaza Cavour.




Bajamos del taxi algo mareados pero sin mácula de cansancio, con buen aspecto, joviales y eufóricos por haber sobrevivido. En ese estado me siento siempre que viajo en avión y acabo de tomar tierra. Mucho más que vivo, vivísimo. Ya no había enfado con Viajes Iberia ni con la huelga. Ya no estaba indignado porque me hubiesen soplado unas cuantas horas de viaje y estancia en Roma. De haber salido todo bien desde el principio, habríamos comido a mediodía en la ciudad eterna, habríamos descansado en el hotel y ya estaríamos de vuelta en la calle, buscando monumentos y pizzas. Dejamos el equipaje, nos sacudimos la suciedad y salimos a dar un pequeño paseo. Nunca olvidaré ese primer paseo romano y la impresión de que de noche, en Roma, hay amplias zonas sin iluminar o con un alumbrado público muy tenue. Al poco de salir empezó a llover, otra facilidad, pero nos dio igual. Cruzamos el río en la oscuridad por el puente Regina Margherita, llegamos a la plaza del Popolo, bajamos por la Via Ripetta y terminamos cenando en un diminuto restaurante, casi en la esquina con Tomacelli y el puente Cavour. No tendría más de cuatro mesas y estaba decorado con buen gusto, sin alardes y sin estridencias. Se notaba que el dueño era un tipo culto, muy leído y muy viajado. Tendría sus sesenta años largos, barba blanca, y conversaba animadamente con los clientes de una de las mesas. Contaba batallitas una tras otra. Pudimos entender que había vivido en Alemania y también en España, en Barcelona. Cenamos bien aunque la factura se elevó demasiado. No importaba: ¡Ya estábamos en Roma!




Roma, el denso caldo sobre el que flotan de manera incierta fideos de tanto valor: majestuosos palacios con su punto justo de decrepitud, rotundas iglesias que parecen catedrales y que te salen al paso en cada callejuela, en cada plaza… De pronto unas enormes columnas del glorioso Imperio Romano, allá las ruinas de un templo y en otra esquina una preciosa fuente barroca. Ante tanta arquitectura y tanto arte, me daban ganas de hacer reverencias continuamente. Las hubiera hecho si no fuera porque en muchos casos, sabía que antes de un segundo un coche me podía barrer de un plumazo. Algunas de las obras más bellas del arte universal se encuentran separadas (o unidas) por uno de los mayores caos de ruido y contaminación que pueda sufrirse. Es muy recomendable viajar hasta allí y conocer esas obras in situ para completar el conocimiento de las mismas. No solo para admirarlas directamente, sino también para contextualizarlas. Por ejemplo, “boquiabiértico” y “ojiplático” frente al “éxtasis de Santa Teresa”, obra de Lorenzo Bernini que ocupa un pequeño escenario teatral en el lateral izquierdo de Santa María de la Victoria, lo estimé mucho más bello que en las reproducciones fotográficas. “Normal”, me dirá cualquiera. Es innegable que este tipo de obras se disfrutan mucho más en directo, pero mi impresión cobra más valor si tenemos en cuenta que para llegar hasta allí, hay que echarle cojones y cruzar la Vía 20 de Septiembre.




En esa misma calle dos años después, en 2006, casi se cargan a mi mujer: antes de cruzar miró a un lado pero no miró al otro, y de pronto salió de la nada un Alfa Romeo enorme, con los cristales tintados, que debía circular a no menos de 100 Km/h. Yo iba detrás de ella y me di cuenta a tiempo. Grité y mi mujer frenó en seco. El coche pasó a un milímetro sin reducir la velocidad ni alterar su ruta en lo más mínimo. Después de algo así, contemplas el “éxtasis de Santa Teresa” y debes abstraerte de todo para admitir que prefieres verlo en directo a hacerlo en una reproducción fotográfica, en la seguridad y tranquilidad de tu hogar. Es así. A pesar de todo y si no te matan, compensa. El tiempo parece detenerse ante la obra de Bernini: Santa Teresa recostada sobre un amasijo de paños que se agitan, el ángel que la mira con dulzura y sostiene la flecha, a los lados los espectadores de mármol en palcos teatrales comentando la situación, y detrás de la pared, a tan solo unos metros, las bocinas de los coches que colapsan la calle Largo Santa Susana en dirección a la Vía Barberini y que retumban en el interior de la iglesia, los conductores que expresan su impotencia contaminando de humo y ruido a todo lo que les rodea. Pura escenografía barroca y postmoderna.




Los romanos están a otra cosa, y esa cosa suele ser incompatible con la que te lleva a ti hasta su ciudad. Ese tipo de relaciones poco compatibles son siempre difíciles: es como si tú quieres dormir y tu vecino tiene ganas de tocar la batería. Los romanos no se dan cuenta y si lo hacen, tampoco les importa. Saben lo que tienen (se supone) y a muchos de ellos les da de comer, pero no les pidamos encima que dejen de atronar con sus motos, de apabullar con las estridentes sirenas de sus ambulancias, de aparcar sus “Smart” en todas las esquinas obstaculizando el paso. Todo va con el paquete y el paquete no deja der ser maravilloso. De mi primer viaje a Roma, en los primeros días de diciembre de 2004, recuerdo la rivera del Tíber llena de hojas secas, rojas, marrones y amarillas formando una extensa alfombra. La luz y el color del otoño junto al ambiente y el olor prenavideño. Los puestecicos de artesanía y dulces en la plaza Navonna, los de verduras y flores en el Campo di Fiore, la calma y recogimiento que se respira bajo la cúpula que Borromini trazó para San Carlo de las Cuatro Fuentes… Recuerdo ir buscando la Fontana de Trevi por una callejuela y, antes de llegar, antes de verla, intuirla muy próxima por el sonido de sus chorros de agua y por el enorme bullicio que la envuelve día y noche. Recuerdo no hacer cola para subir a la cúpula de San Pedro, por la mañana pero tampoco demasiado temprano. Estar allí sentados en el banco de piedra que rodea la linterna, respirando aire fresco y contemplando la columnata de la plaza a nuestros pies, el río y detrás toda Roma, con la bruma cubriendo los tejados y envolviendo cúpulas y campanarios. Recuerdo también hacer muy poca cola en los Museos Vaticanos, recorrerlos durante horas sin apenas detenernos, admirar las estancias que pintó Rafael y, al final, entrar sin codazos y disfrutar durante un buen rato de las pinturas de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.




Dejaré para la siguiente entrada el resto de mis impresiones y recuerdos sobre Roma. En especial, la sensación que me provocó una de las plazas más impresionantes que he visto, por no decir la plaza que más me gusta en el mundo (de aquellas en las que he estado): la plaza de la Rotonda, la que se abre frente al Panteón de Agrippa. De día o de noche, inigualable. Sin ir más lejos aquí está, en la cabecera de este blog, la primera foto que le hice al Panteón en una húmeda mañana de diciembre de hace ya casi siete años. También acompaño aquí abajo la foto que tomé en el viaje de 2006, llegando a la plaza de la Rotonda desde el Largo Argentina. Continuaré.

Crisis de valores y de sistema.